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La Iglesia de Occidente y la Iglesia de Oriente recuerdan hoy el nacimiento de Juan el Bautista, el más grande "entre los nacidos de mujer", que preparó el camino al Señor. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración por la Iglesia
Jueves 24 de junio

La Iglesia de Occidente y la Iglesia de Oriente recuerdan hoy el nacimiento de Juan el Bautista, el más grande "entre los nacidos de mujer", que preparó el camino al Señor.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 1,57-66.80

Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo. Oyeron sus vecinos y parientes que el Señor le había hecho gran misericordia, y se congratulaban con ella. Y sucedió que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías, pero su madre, tomando la palabra, dijo: «No; se ha de llamar Juan.» Le decían: «No hay nadie en tu parentela que tenga ese nombre.» Y preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. El pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre.» Y todos quedaron admirados. Y al punto se abrió su boca y su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios. Invadió el temor a todos sus vecinos, y en toda la montaña de Judea se comentaban todas estas cosas; todos los que las oían las grababan en su corazón, diciendo: «Pues ¿qué será este niño?» Porque, en efecto, la mano del Señor estaba con él. El niño crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Iglesia celebra hoy el nacimiento de Juan el Bautista. Es una fiesta muy antigua. Junto a María, la madre de Jesús, Juan el Bautista es el único santo de quien la Iglesia recuerda el día de su nacimiento. Y eso es porque la vida de ambos -desde su nacimiento- está unida de manera directa y explícita a Jesús: María y Juan nacieron para Jesús: ella para ser su madre y él para prepararle el camino. En el iconostasio bizantino, María y Juan están representados a ambos lados de la entrada central, y con la mano señalan la "puerta" que es Cristo. Con un gesto de la mano invitan a los fieles a dirigir su mirada hacia el Salvador. Juan indica a los hombres el camino hacia Jesús. También es venerado en el islam: sus reliquias están en la mezquita de los Omeyas de Damasco. El evangelista Lucas narra su nacimiento de manera paralela al de Jesús. También sobre él se posó la mirada del Señor. El nacimiento de aquel niño cambia la vida de los dos ancianos padres cuando toda esperanza parecía ya haberse desvanecido a causa de la esterilidad de Isabel. Aquel hijo es, sin duda, un regalo de Dios para los dos ancianos padres, que ven su vida coronada por la procreación. Y a través de aquella prole, ambos participan en el gran diseño de Dios para el mundo. Juan -cuyo nombre también es fruto de la palabra del ángel- es el profeta que Dios envió para preparar el camino al Salvador y mostrarlo a los hombres de su tiempo. El ejemplo del Bautista ayuda a los cristianos a dirigir sus ojos hacia Jesús, el Mesías enviado por Dios para salvarnos de la esclavitud del pecado. Lo ocurrido con el Bautista también es cierto para cada uno de nosotros: somos fruto del amor de Dios y nadie nace por casualidad. Todos somos un regalo de Dios para ser discípulos de Jesús y preparar el corazón de los hombres para que lo acojan como Salvador del mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.