ORACIÓN CADA DÍA

Oración con los santos
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración con los santos
Miércoles 28 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 13,44-46

«El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.» «También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con estas dos parábolas Jesús quiere puntualizar cómo debe comportarse el creyente ante la oportunidad de conquistar el reino de los cielos. Jesús describe dicho comportamiento a través de la decisión que toman el campesino, primero, y el mercader, después, de vender todo lo que tienen para comprar el tesoro que han descubierto. En ambos casos se repite la misma frase: el campesino "vende todo lo que tiene y compra aquel campo", y el mercader "compra" la perla. Es el corazón de la predicación de Jesús. Él vino a la tierra para inaugurar, precisamente, el Reino de Dios, un reino de misericordia, de amor, de paz y de fraternidad. El mensaje evangélico es clarísimo: Jesús nos dice que no hay nada que valga tanto como el reino de Dios. Para obtenerlo se puede dejar todo. Se trata de una decisión inteligente, además de salvadora. Un discípulo de san Felipe Neri, César Baronio, comentando estas dos parábolas utilizaba una imagen eficaz: hay que ser "hombres de negocios" no "ociosos" para llegar al Reino de los cielos. Muchas veces nosotros pensamos que el Evangelio impone una renuncia, un gran sacrificio. Pero en realidad es lo contrario: optar por el Reino de Dios significa acoger el Evangelio, escucharlo y ponerlo en práctica. Se trata de participar en el diseño que Dios tiene para el mundo y, por ello, en una obra de transformación del mundo para que sea más fraterno, más justo y más misericordioso. Para lograrlo hay que abandonar el egocentrismo y el aislamiento. La decisión de seguir a Jesús es la decisión del reino en el que recibimos la plenitud de la vida y de la alegría.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.