ORACIÓN CADA DÍA

Oración de la Vigilia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración de la Vigilia
Sábado 23 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 13,1-9

En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo.» Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?" Pero él le respondió: "Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas."»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús acaba de hablar con la gente y alguien le habla de una matanza ordenada por Pilato contra algunos galileos que al parecer habían promovido una insurrección. Este episodio le brinda la oportunidad de decir que el mal o las desgracias que nos pasan no son consecuencia directa de nuestras culpas. Y para explicar este pensamiento suyo, añade otro episodio que se parece más a un desastre natural: los muertos por la caída de la torre de Siloé. El Señor pide a todos los hombres, y a los discípulos del Evangelio en particular, que participen en esta dura batalla contra la maldad y contra el príncipe del mal que intenta sin cesar que los pueblos se dividan y se enfrenten entre ellos, que se destruyan hasta hacer de la casa común que es la creación un lugar inhabitable. Por eso el Señor pide conversión: conversión al Evangelio del amor, que es una conversión a la fraternidad universal, una conversión ecológica por la casa común. La parábola que Jesús añade sobre la higuera quiere recordar la importancia de la oración de intercesión. Muchas veces nos encontramos con situaciones que parecen difíciles de cambiar o que a pesar de todos nuestros esfuerzos siguen más o menos igual. Se parecen a aquella higuera de la que habla el Evangelio y que no da fruto. El propietario de aquel árbol, durante tres años, intenta recoger sus frutos, pero nunca los encuentra. Al final termina la paciencia y le pide al viñador que la corte para que al menos no ocupe terreno inútilmente. El viñador, que estando junto a aquel árbol ha aprendido también a amarlo, ruega al señor que le deje cavar el terreno y echar abono; está seguro de que la higuera dará fruto. Jesús nos dice que tengamos paciencia, es decir, que sigamos junto a aquella higuera, que le prestemos todo tipo de cuidados para que, en su debido momento, dé fruto. Tenemos que aprender de Dios a tener su paciencia que sabe tener esperanza en todos, que no apaga la mecha humeante, que acompaña y cuida a quien es débil para que recupere fuerzas y también él pueda dar amor. La intercesión que pide esta página evangélica es una invitación a los cristianos para que lleven a cabo este servicio sacerdotal: rezar siempre sin desfallecer para que venga al mundo la paz y para que los hombres descubran que son hijos de Dios y hermanos de todos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.