La Iglesia bizantina venera hoy a san Sabas (+ 532) "archimandrita de todos los eremitorios de Palestina". Leer más
La Iglesia bizantina venera hoy a san Sabas (+ 532) "archimandrita de todos los eremitorios de Palestina".
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Lucas 10,21-24
En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.» Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.»
Aleluya, aleluya, aleluya.
He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Volviendo donde Jesús por la tarde, los setenta y dos le cuentan los prodigios que habían podido realizar en medio de la gente. Mientras les escucha, Jesús también se alegra y confirma su experiencia: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo". Es la alegría que nace en la comunidad cristiana cada vez que comunica el Evangelio y se ve cómo retrocede el mal derrotado por la fuerza del amor. En realidad, es un auténtico poder que el Señor confía a sus discípulos de ayer y de hoy: "os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño". Son palabras que no deberíamos olvidar jamás, como irresponsablemente hacemos muchas veces: el mal no puede hacer nada ante el bien suscitado por el Evangelio. De aquí la alegría de los discípulos de Jesús. Es grande ya sobre la Tierra al ver que el mundo cambia. Pero será todavía mayor al saber que sus nombres están escritos en el cielo, es decir, en el corazón mismo de Dios. Esto significa que en todo gesto de amor ya está el cumplimiento o, si se quiere, el destino al que nos dirigimos: la plenitud del reino. En este momento, todavía conmovido por lo que había sucedido aquel día, Jesús eleva los ojos al cielo y da gracias al Padre, porque ha elegido confiar el secreto de su amor a aquellos pobres discípulos que se han confiado a él. Es una oración dulce que brota del amor profundo que Jesús siente por el Padre y por aquellos discípulos. Después de haber rezado se dirige hacia esos setenta y dos y pronuncia una bienaventuranza que atraviesa los siglos: "¡Dichosos los ojos que ven lo que veis!". También a nosotros se nos concede la gracia de "ver", de vivir con Jesús de forma directa participando en la vida de la comunidad de los creyentes.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.