ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 1 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 4,35-41

Este día, al atardecer, les dice: «Pasemos a la otra orilla.» Despiden a la gente y le llevan en la barca, como estaba; e iban otras barcas con él. En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba la barca. El estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Le despiertan y le dicen: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» El, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!» El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio de Marcos continúa presentándonos a Jesús, que recorre los caminos de los hombres. Hay en él una urgencia por comunicar el Evangelio a todos, por ello no se detiene en lugares tal vez más seguros y ciertos. Les dice a los discípulos: “Pasemos a la otra orilla”. La otra orilla en el Evangelio de Marcos representa el mundo de los paganos, de los que están lejos de la fe en el Dios de Israel. Los discípulos no habrían ido por su cuenta, al igual que a nosotros nos cuesta trabajo acercarnos a los que creemos lejanos o no adecuados para acoger el Evangelio de Jesús. Todos conocemos la tentación de permanecer en nuestros horizontes habituales, aunque sean los religiosos. Jesús nos ensancha el corazón y la mente desde el comienzo. Los discípulos obedecen la exhortación de Jesús y se internan en el lago llevando consigo al Maestro. Durante la travesía, como a menudo sucede en ese lago, se desencadena una tempestad. Es fácil leer en este comentario del evangelista las muchas tempestades de la vida, las verdaderas que se refieren a las muchas tragedias de la existencia, no nuestras pequeñas agitaciones psicológicas que egoístamente sentimos como tempestades. El evangelista nos sugiere no exagerar en este sentido, y centrar nuestra atención sobre las verdaderas tempestades. Y en el grito de los apóstoles escuchamos el eco de los pueblos desgarrados por la guerra y la injusticia, o el de tantos hombres y mujeres cuya existencia está a merced de las olas adversas del mal. Este grito a menudo recoge también la resignación de quien, golpeado por las tempestades de la vida, cree que el Señor está lejos, duerme, no vela junto a él. Es un grito que las comunidades cristianas deben recoger, hacer suyo y transformarlo en oración al Señor para que, como en aquella ocasión, se levante, increpe a los vientos y diga al mar: “¡Calla, enmudece!”, y los hombres y las mujeres golpeados duramente por el mal puedan alcanzar la otra orilla, la de la paz. Y nosotros, dominados por nuestras tempestades, con Jesús podemos alcanzar la orilla de los muchos que esperan que llegue Jesús con su amor y su palabra salvadora. Es la gran misión confiada a la Iglesia: llegar a todos para que puedan encontrar a Jesús y escuchar su palabra.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.