ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 13 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Segunda Corintios 5,14-21

Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Así que, en adelante, ya no conocemos a nadie según la carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así. Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo vuelve a explicar el sentido de su ministerio apostólico para que los corintios sepan responder a aquellos que se presentaban llenos de sí mismos, alardeando de sus experiencias religiosas y de su sabiduría. Pablo, en cambio, habiendo “perdido el juicio” por amor de Cristo (“si hemos perdido el juicio, ha sido por Dios”), afirma que los creyentes ya no viven para sí mismos sino para Jesús, que murió y resucitó por todos. Ese es el corazón del Evangelio. Y aquel que lo acoge se convierte en un ser nuevo porque descubre el nuevo sentido de la vida: no vivir para uno mismo, que es el “evangelio” del mundo, el que todos los presentes le gritaban a Jesús mientras estaba en la cruz: "¡Sálvate a ti mismo!". El Evangelio de Cristo, en cambio, es el amor que no conoce límites, el amor que llega a perdonar a aquellos que nos ofenden y que nos hace amar incluso a nuestros enemigos. Por desgracia es realmente difícil comprender que este es el corazón de la vida cristiana, y es la verdadera novedad que necesita el mundo. Demasiado a menudo nos dejamos arrastrar por la esclavitud del amor solo por nosotros mismos. Necesitamos continuar dirigiendo nuestra mirada y nuestro corazón al Señor y aprender de él el sentido de la vida. Si lo acogemos en el corazón, si nos alimentamos de su palabra y de su cuerpo, si vivimos en comunión con los hermanos, también nosotros nos renovamos. Escribe el apóstol: "El que está en Cristo es una nueva creación. Pasó lo viejo, todo es nuevo” (v. 17). Si estamos unidos a Jesús y a su Iglesia estamos reconciliados con Dios. El apóstol, pues, se hace ministro de la reconciliación, embajador de Cristo, para traer renovación. Nadie se puede reconciliar por sí solo, nadie se puede perdonar a sí mismo. Hace falta que el apóstol continúe insistiendo: "¡reconciliaos con Dios!". El Señor, parece decir Pablo, nos ama tanto que no nos imputa ni siquiera nuestros pecados, y tampoco nos condena por ellos. Jesús, en efecto, para salvarnos de la condena, se ha hecho pecador por nosotros. Y ha confiado a los discípulos el ministerio de reconciliación. En un mundo rasgado por las divisiones, devorado por el mal y avaro de perdón, los creyentes deben manifestar misericordia, piedad y compasión. Entre los numerosos momentos en los que se puede manifestar el amor y el perdón, está el momento particular que representa el sacramento de la confesión: es el momento alto en el que Dios se inclina sobre nosotros con una misericordia infinita. Es la alegría del abrazo con el Señor representado en aquel momento por el ministro.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.