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Vigilia del domingo
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Recuerdo de Lázaro de Betania. Oración por todos los enfermos graves y por los moribundos. Recuerdo de los enfermos de Sida.
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Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 17 de diciembre

Recuerdo de Lázaro de Betania. Oración por todos los enfermos graves y por los moribundos. Recuerdo de los enfermos de Sida.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 71 (72), 1-4.7-8.17

1 De Salomón.
 
  Confía, oh Dios, tu juicio al rey,
  al hijo de rey tu justicia:

2 que gobierne rectamente a tu pueblo,
  a tus humildes con equidad.

3 Produzcan los montes abundancia,
  justicia para el pueblo los collados.

4 Defenderá a los humildes del pueblo,
  salvará a la gente pobre
  y aplastará al opresor.

7 Florecerá en sus días la justicia,
  prosperidad hasta que no haya luna;

8 dominará de mar a mar,
  desde el Río al confín de la tierra.

17 ¡Que su fama sea perpetua,
  que dure tanto como el sol!
  ¡Que sirva de bendición a las naciones,
  y todas lo proclamen dichoso!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmo 71 es el último de la serie de las oraciones de David (que comienzan en el Salmo 2). Así termina el segundo libro del salterio, con la descripción de un sueño. Israel es un pequeño pueblo, molestado con frecuencia por los pueblos vecinos y, todavía con más frecuencia, mal gobernado por sus propios reyes. El salmista sueña, o mejor, espera a un rey que finalmente gobierne con la rectitud y la justicia de Dios y que, por tanto, sienta predilección por los pobres. Para el Señor la justicia no es una repartición fría de bienes, sino una atención privilegiada a los pobres: la justicia es que vivan dignamente como todos. En la Sagrada Escritura la justicia está siempre ligada al amor y a la misericordia, especialmente por los más pobres. Sin este lazo privilegiado con los pobres es difícil comprender el sentido profundo del mensaje bíblico. La oración del salmista se eleva al Señor para que el rey no sólo gobierne en nombre de Dios -esto lo han pretendido todos los reyes- sino según su diseño y su justicia. Desde el inicio el salmo reza: “Confía, oh Dios, tu juicio al rey, al hijo de rey tu justicia: que gobierne rectamente a tu pueblo, a tus humildes con equidad” (vv.1-2). Ciertamente se reza para que el rey tenga un reino eterno, universal y victorioso: “Durará tanto como el sol, como la luna de edad en edad… dominará de mar a mar, desde el Río al confín de la tierra… Ante él se doblará la Bestia, sus enemigos morderán el polvo; los reyes de Tarsis y las islas traerán consigo tributo” (vv. 5-10). Pero la sabiduría en el gobernar no se transmite por dinastía o privilegios. Sólo Dios puede darla. El salmista tiene delante de sí la imagen de Salomón, que en el momento de su elección pidió precisamente a Dios la sabiduría al gobernar. Por esto en el salmo se reza por el rey, pero sobre todo se invoca de Dios un rey según Sus designios. En estas palabras se prefigura la venida del Mesías-rey, es decir, de un enviado de Dios que instaure un reino de paz y de justicia. Se entrevén ya las palabras de Isaías: “Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua. Se hará la estepa un vergel, y el vergel será considerado como selva” (32,16-17.15).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.