ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 28 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 1,68-75

68 Bendito el Señor Dios de Israel
  porque ha visitado y redimido a su pueblo,

69 y nos ha suscitado una fuerza salvadora
  en la casa de David, su siervo,

70 como había prometido desde antiguo,
  por boca de sus santos profetas,

71 que nos salvaría de nuestros enemigos
  y de la mano de todos los que nos odian

72 teniendo misericordia con nuestros padres
  y recordando su santa alianza

73 el juramento que juró
  a Abrahán nuestro padre,
  de concedernos

74 que, libres de manos enemigas,
  podamos servirle sin temor

75 en santidad y justicia
  en su presencia todos nuestros días.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia de hoy, como canto salmódico después de la primera lectura tomada de la Carta a los Hebreos, pone sobre nuestros labios el canto del viejo Zacarías que ha reconocido el milagro del nacimiento del hijo a quien ha puesto el nombre de Juan. Como le ha sucedido a María, tampoco Zacarías puede reprimir la alegría por el nacimiento del hijo. Ante este milagro inesperado, Zacarías prorrumpe en un canto de alegría. Es una oración de alabanza llena de citas de la Escritura. Y ya aquí encontramos una preciosa sugerencia: para la oración usemos las palabras de la Escritura. Es una invitación que toda la tradición de la Iglesia nos dirige. Y es lo que en este año tratamos de hacer con el comentario a los salmos. Con gran sabiduría espiritual, Dietrich Bonhoeffer decía que en los salmos Dios mismo ha preparado para nosotros la oración que hay que dirigirle: cuando le llegan al oído esas palabras las reconoce, porque son suyas, y responde. Pues bien, Zacarías, precisamente en esta perspectiva, da gracias al Señor por la “misericordia” hacia su pueblo que Él quiere salvar de todo enemigo: “nos ha suscitado una fuerza salvadora… que nos salvaría de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian” (vv. 69-71). Y en ese hijo, Zacarías ve al “profeta del Altísimo”, al que sido mandado para ir “delante del Señor para preparar sus caminos”. El “Benedictus” nos recuerda que el Señor ha preferido dejarse preceder por alguien que le prepare el camino. Sigue siendo así todavía hoy: cada uno de nosotros necesita un hermano o una hermana que nos ayuden a preparar nuestro corazón, muchas veces distraído y lleno de sí, para dirigirlo hacia el Señor y lo que le pertenece. No se puede creer solos. Y, téngase muy en cuenta, no es una merma de nuestro yo o de nuestra autonomía. La exaltación del yo es una trampa insidiosa. La autonomía no sólo no salva, sino que nos hace más solos y más débiles. El camino de la salvación es el opuesto: debemos tener junto a nosotros amigos (ángeles buenos) que nos ayuden a identificar y recorrer el camino del Evangelio del amor. Si nos dejamos ayudar por los ángeles del amor que el Señor no deja de enviarnos -y debemos estar atentos a no alejarles- también nosotros veremos cosas nuevas y podremos cantar con la alegría del anciano Zacarías porque el Señor una vez más ha visitado a su pueblo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.