ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 26 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 6,1-7

Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: «No parece bien que nosotros abandonemos la Palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los pondremos al frente de este cargo; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra.» Pareció bien la propuesta a toda la asamblea y escogieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito de Antioquía; los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos. La Palabra de Dios iba creciendo; en Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de los discípulos, y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El capítulo seis de los Hechos se abre con la narración del primer gran problema que surgió en la comunidad cristiana. No se refería a cuestiones doctrinales. La fuerte disputa surgió a raíz de la disparidad de la ayuda que recibían las viudas de la comunidad de Jerusalén. Las viudas provenientes de la ciudad recibían un mejor trato que las viudas helenistas (las que provenían de la diáspora). El trato diferente en la ayuda provocó un fuerte resentimiento entre los helenistas. Además, ¿cómo se podía tolerar que la caridad hiciera preferencias? Es sintomático que la primera crisis se produzca en el ámbito de la caridad, queriendo hacer diferencias en el trato a los pobres, en este caso, entre los de la ciudad y los que venían de fuera. El amor no puede hacer diferencias, no soporta privilegios por causa de la pertenencia. El amor del Señor es para todos, y debe ser pleno y total para cada persona. Hacía falta una profunda corrección. Por eso los apóstoles convocaron una asamblea para discutir aquella injusticia en el comportamiento y decidieron reorganizar la vida de la comunidad a partir del amor por los pobres sin distinción alguna. A partir de entonces se reorganizó también la predicación y la vida de la comunidad de Jerusalén. Los apóstoles, al mismo tiempo que daban un nuevo impulso a la predicación, pusieron en marcha un servicio a los pobres más atento y más amplio. No era concebible que la predicación no llevara a la caridad; esta era una confirmación de aquella. Para ello fueron elegidos siete diáconos (servidores) cuya tarea era la de reorganizar el servicio de la caridad. No es que el servicio a los pobres se confiara solo a ellos, porque era –y es– deber de todos los cristianos. Ellos tenían en encargo de comunicar a todos la generosidad hacia los pobres y de procurar que todo se hiciera del mejor modo posible, es decir, con amor y con generosidad, sin distinción de personas. La caridad es un deber primario de todo creyente; cada uno debe encontrar su manera de practicarla. Sobre ella, como recuerda el evangelista Mateo, seremos juzgados.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.