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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Recuerdo de san Calixto papa (†222). Amigo de los pobres, fundó la casa de oración sobre la que se erigió Santa Maria in Trastevere.
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Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 14 de octubre

Recuerdo de san Calixto papa (†222). Amigo de los pobres, fundó la casa de oración sobre la que se erigió Santa Maria in Trastevere.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 16,1-10

Llegó también a Derbe y Listra. Había allí un discípulo llamado Timoteo, hijo de una mujer judía creyente y de padre griego. Los hermanos de Listra e Iconio daban de él un buen testimonio. Pablo quiso que se viniera con él. Le tomó y le circuncidó a causa de los judíos que había por aquellos lugares, pues todos sabían que su padre era griego. Conforme iban pasando por las ciudades, les iban entregando, para que las observasen, las decisiones tomadas por los apóstoles y presbíteros en Jerusalén. Las Iglesias, pues, se afianzaban en la fe y crecían en número de día en día. Atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les había impedido predicar la Palabra en Asia. Estando ya cerca de Misia, intentaron dirigirse a Bitinia, pero no se lo consintió el Espíritu de Jesús. Atravesaron, pues, Misia y bajaron a Tróada. Por la noche Pablo tuvo una visión: Un macedonio estaba de pie suplicándole: «Pasa a Macedonia y ayúdanos.» En cuanto tuvo la visión, inmediatamente intentamos pasar a Macedonia, persuadidos de que Dios nos había llamado para evangelizarles.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En el capítulo 16 de los Hechos la Palabra de Dios sale del territorio asiático. El autor destaca que la decisión de pasar a Europa no nace de una estrategia del apóstol Pablo sino de una necesidad que surgía del mismo corazón del imperio. Ese es el significado de la súplica del macedonio. Aquel hombre europeo se apareció en visión a Pablo y de pie le suplicaba: «Pasa a Macedonia y ayúdanos». Es una invitación acuciante, casi un imperativo. Es una «visión». El apóstol no lleva a cabo su misión cabizbajo, no vive la tarea de anunciar el Evangelio como un frío empleado. Él reflexiona sobre cómo se puede predicar el Evangelio en todas partes: abre su mirada a aquellos que la necesitan, se angustia porque todavía hay muchos que esperan, se pregunta cómo hacer la predicación, sobre cómo puede tocar los corazones. En definitiva, Pablo tiene una visión para su misión. Y aquella visión empezó a concretarse aquel día. Pablo respondió a aquel grito que provenía de Europa y, de algún modo, de todo Occidente. El Evangelio tenía que atravesar las fronteras –sin duda importantes– de Asia Menor para entrar en Europa, corazón del Imperio romano. Hay que recordar que aquel grito de ayuda sigue siendo fuerte aún hoy: proviene de los países de Europa del Este, primero oprimidos por el telón de acero y ahora decepcionados y abandonados por la sociedad consumista; y también proviene de la Europa opulenta con la voz de millones de pobres abandonados y de ricos que han perdido sus valores fundacionales. Europa –las Iglesias cristianas europeas–, por su parte, deben hacer lo mismo que hizo Pablo aquella noche: escuchar el grito de ayuda de los países pobres, de los oprimidos por la violencia y la guerra, especialmente de los pueblos del Sur del mundo. Hace falta que nuestras Iglesias tengan una «visión», es decir, que no estén cerradas en ellas mismas y en sus problemas, que muchas veces son sobre todo de tipo organizativo, y que piensen en grande. Del mismo modo que entonces Europa recibió la ayuda de Pablo, ahora debe dar esa ayuda a mucha gente del mundo que sigue gritando sin que nadie la escuche muchas veces. El paso de Pablo de Oriente a Occidente invita a todos, especialmente a los países ricos, a no ser sordos a todos los macedonios del mundo que siguen gritando: «Pasa aquí y ayúdanos».

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.