ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 10 de marzo


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Lucas 18,9-14

Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias." En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.»

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

A menudo Jesús habla de la importancia de la oración a los discípulos, dando sobre todo el ejemplo: los evangelistas muestran con frecuencia a Jesús en oración. Él habla de ello a menudo: exhorta a perseverar en la oración y a tener fe en Dios, que siempre escucha y responde. La parábola de hoy condena la presunción de quien va al templo para la oración y se cree justo. Es indispensable la humildad para rezar al Padre que está en los cielos. En realidad es fácil presentarnos al Señor con la actitud de ese fariseo que presume de ser justo. Es más difícil considerarnos pecadores y necesitados de perdón y misericordia. Jesús, con esta parábola, nos advierte que el orgullo y la presunción empujan a tener más fe en uno mismo que en Dios, y además a juzgar con dureza y desprecio a los demás. De hecho el fariseo, lleno de sí mismo, sube al templo para elogiarse ante Dios. El publicano, al contrario que el fariseo, a pesar de tener una buena posición -además de ser temido por la gente a causa de su oficio-, se siente en cambio necesitado de ayuda y misericordia. Por ello sube al templo, no para reivindicar derechos sino para pedir ayuda. En este caso se parece más al mendigo que pide perdón que al rico que quiere mostrar su bondad. Jesús afirma con claridad que este último es perdonado porque no confía en sí mismo ni en sus obras, sus bienes o su reputación, sino sólo en Dios. Por el contrario, el fariseo, lleno de sí y satisfecho de sus obras, se vuelve con las manos vacías. ¡Cuántas veces en la vida nos comportamos como el fariseo! Pensemos en lo que nos cuesta reconocer nuestros pecados. Y sin embargo somos maestros en juzgar mal a los demás. La paradoja evangélica es evidente: quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado. El salmista canta: "Quien es pobre busca al Señor". Aprendamos la humildad, que es el camino del encuentro con Dios, en lugar de ensalzarnos sobre los demás y erigirnos en jueces despectivos, creyéndonos mejores. El publicano nos indica el modo de presentarnos ante Dios: reconocer que somos pecadores y vamos a él para invocar misericordia y perdón.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.