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La Iglesia bizantina venera hoy a san Saba (†532), "archimandrita de todos los eremitorios de Palestina". Leer más

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Sábado 5 de diciembre

La Iglesia bizantina venera hoy a san Saba (†532), "archimandrita de todos los eremitorios de Palestina".


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 9,35-10,1.5-8

Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando todo enfermedad y toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.» Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús continúa recorriendo las ciudades y las aldeas "proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia". Con estas palabras, el evangelista Mateo quiere sintetizar la misión de Jesús y ofrecer a las comunidades cristianas una imagen clara de su propia misión. Cada palabra de esta síntesis que tiene compasión. Y por eso se mueve. La compasión evangélica es más que una emoción humana. El término griego original (splanghizomai) indica una emoción visceral y profunda. Es esta compasión por aquellas muchedumbres abandonadas y sin pastor lo que mueve a Jesús a ser el pastor. Ahora bien, es de esta compasión de donde nace también la llamada de los discípulos y su misión. Esta página del Evangelio interroga a las comunidades cristianas sobre su compasión por las muchedumbres de hoy, por las grandes periferias abandonadas, por los pobres que crecen en todas partes a causa de la pandemia que ha golpeado en todas partes del mundo. Cuando el papa Francisco pide una conversión misionera a la Iglesia, pretende recuperar la fuerza de esta compasión que empuja a las personas a salir, a no quedarse en su propio recinto, tranquilos. Tanto más porque hoy la cosecha es realmente abundante. Y la desproporción entre la gran misión a cumplir y el pequeño número de trabajadores es aún más evidente. Y también preocupante. Jesús exhorta a sus discípulos -incluso a los de hoy- a invocar al Padre para que envíe trabajadores a esta cosecha. Él mismo elige doce entre los discípulos, tantos como las tribus de Israel, para que ninguna de ellas se quede sin el Evangelio. Y reciben un poder real: el de cambiar los corazones, vencer el mal, reunir y amar a los pobres, acelerar el Reino de Dios. Es un poder que no proviene del dinero, los bolsos, las túnicas o las cosas de la tierra, sino del amor ilimitado que Dios ha derramado en sus corazones, precisamente, la compasión divina. Y Jesús añade: "Gratis lo recibisteis; dadlo gratis". Es una orden tan extraordinaria como opuesta a la mentalidad materialista de nuestro tiempo. Los cristianos están llamados a redescubrir y dar testimonio de la gratuidad del don, que es parte esencial del amor evangélico. Esta primera misión que nos describe Mateo es emblemática para todas las generaciones cristianas: no hay otro camino para los discípulos de Jesús.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.