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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de José de Arimatea, discípulo del Señor que "esperaba el reino de Dios"
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de José de Arimatea, discípulo del Señor que "esperaba el reino de Dios"


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Eclesiastés 10,1-7

Una mosca muerta pudre una copa de ungüento de perfumista;
monta más un poco de necedad que sabiduría y honor. El sabio tiene el corazón a la derecha,
el necio tiene el corazón a la izquierda. Además, en cualquier camino que tome el necio, su entendimiento no le da de sí y dice de todo el mundo: "Ese es un necio." Si el enojo del que manda se abate sobre ti, no abandones tu puesto, que la flema libra de graves yerros. Otra calamidad he visto bajo el sol, como error que emana de la autoridad: La necedad elevada a grandes dignidades, mientras ricos se sentaban abajo. He visto siervos a caballo, y príncipes que iban a pie, como los siervos.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Cohélet repropone el contraste entre la sabiduría y la estupidez al que ya ha hecho referencia antes (9, 17). El proverbio citado subraya que basta una mínima cantidad de sustancia venenosa (las moscas dañinas) para arruinar una gran cantidad de una sustancia preciosa (la sabiduría y el honor). El veneno que mata incluso en pequeñas dosis es la estupidez; de hecho basta muy poca para arruinarlo todo. Pero estemos atentos, el veneno, antes que ser externo al hombre, está presente en su mismo corazón. Es de hecho en el corazón donde anida el pecado, o si se quiere, esos malos instintos que arruinan todo pensamiento, toda inspiración, toda acción. Debemos vigilar atentamente nuestro corazón para no contaminar nuestra vida y perder así la sabiduría y el honor. Sí, basta muy poco para perderlos. De un corazón educado por la sabiduría surgen actitudes buenas: "El sabio tiene el corazón a la derecha"; en cambio, del corazón que se deja guiar por la necedad nacerán desviaciones y tristezas: "El necio tiene el corazón a la izquierda". La necedad se manifiesta cuando el corazón no se deja educar por la sabiduría. El hombre necio siempre es fuente de banalidad, comenzando por los juicios sobre los demás. Cohélet sugiere entonces al hombre sabio cómo actuar ante la arrogancia y las prevaricaciones de quien está por encima de él: exhorta a la serenidad y la paciencia, desaconsejando una reacción violenta y polémica. La calma llega a aplacar y hacer que pasen incluso las ofensas más graves. Sigue la línea de los Proverbios: "Respuesta amable aplaca la ira, palabra hiriente enciende la cólera" (15, 1). La serenidad implica autocontrol y madurez de juicio. Observa además que a menudo los poderosos se rodean de colaboradores estúpidos e incompetentes, mientras hacen "sentarse abajo" a los competentes (v. 6). Y sucede entonces que los mediocres ascienden a puestos de responsabilidad, mientras que se excluye de ellos a los que los desempeñarían de forma competente: "He visto siervos a caballo y príncipes que iban a pie, como los siervos" (v. 7). Se lamenta también el libro de los Proverbios: "Tres cosas hacen temblar la tierra y cuatro no puede soportar: esclavo que llega a rey, tonto harto de comer, mujer odiada que se casa y esclava que hereda a su señora... No le pega al necio vivir entre lujos, y menos al siervo gobernar a príncipes" (30, 21-23; 19, 10).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.