ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias

Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de San Adalberto, obispo de Praga. Sufrió el martirio en Prusia oriental, donde había ido para anunciar el Evangelio (+997). Residió largo tiempo en Roma, donde se venera su recuerdo en la basílica de San Bartolomé de la Isla Tiberina.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de San Adalberto, obispo de Praga. Sufrió el martirio en Prusia oriental, donde había ido para anunciar el Evangelio (+997). Residió largo tiempo en Roma, donde se venera su recuerdo en la basílica de San Bartolomé de la Isla Tiberina.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 6,52-59

Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo:
si no coméis la carne del Hijo del hombre,
y no bebéis su sangre,
no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre,
tiene vida eterna,
y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre,
permanece en mí,
y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado
y yo vivo por el Padre,
también el que me coma
vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo;
no como el que comieron vuestros padres,
y murieron;
el que coma este pan vivirá para siempre.»
Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Esta página evangélica nos hace entrar en la segunda parte de la predicación de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún sobre el pan de la vida. Los que le escuchaban, cuando el tema comenzaba a aclararse y a mostrar de forma evidente su implicación en el misterio mismo de Jesús, lo interrumpen y empiezan a murmurar contra él. No podían aceptar que aquel joven de Nazaret viniese del cielo, que pudiese haber sido mandado por Dios: "¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?". Hablan así porque no tienen intención de rebajarse a pedir a un hombre, al que consideran igual a ellos, ayuda para sus vidas, no quieren humillarse confesando su hambre, tendiendo la mano como hacen los pobres y los mendigos necesitados de ayuda. No quieren depender de él, se sienten saciados de sí mismos. Y quien se ha saciado no pide, quien está lleno de sí no se doblega. En realidad, aunque saciados y rodeados de bienes, de comida y de palabras, todos tenemos hambre, hambre de felicidad y de amor. ¡Miremos cómo los pobres piden con insistencia, e imitémosles! Hoy son ellos nuestros maestros, de hecho manifiestan claramente lo que secretamente somos también nosotros, es decir, mendigos de amor y de atención. Tienen hambre los pobres, y no sólo de pan sino también de amor. También nosotros. Jesús continúa diciéndonos también a nosotros: "Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros". Para tener vida no basta querer, no basta entender, es necesario comer. Es necesario hacerse mendigo de un pan que el mundo no sabe producir, y por tanto no sabe dar. A nosotros se nos dona gratuitamente la mesa de la Eucaristía, todos podemos tomar parte en ella, y de esa manera anticipamos el cielo sobre la tierra. En torno al altar encontramos aquello que apaga el hambre y la sed hoy y para siempre. Y a partir de este alimento comprendemos qué es la vida eterna, la que vale la pena ser vivida: "El que me coma vivirá por mí". La Eucaristía nos moldea para que no vivamos sólo para nosotros mismos sino para el Señor y para los hermanos. La felicidad y la eternidad de la vida dependen del amor evangélico que recibimos en la Eucaristía.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.