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Recuerdo de San Agustín de Canterbury (605 ca.) obispo, padre de la Iglesia inglesa
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Recuerdo de San Agustín de Canterbury (605 ca.) obispo, padre de la Iglesia inglesa


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 1,15-26

Uno de aquellos días Pedro se puso en pie en medio de los hermanos - el número de los reunidos era de unos ciento veinte - y les dijo: «Hermanos, era preciso que se cumpliera la Escritura en la que el Espíritu Santo, por boca de David, había hablado ya acerca de Judas, el que fue guía de los que prendieron a Jesús. Porque él era uno de los nuestros y obtuvo un puesto en este ministerio. Este, pues, compró un campo con el precio de su iniquidad, y cayendo de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. - Y esto fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén de forma que el campo se llamó en su lengua Haqueldamá, es decir: "Campo de Sangre" - Pues en el libro de los Salmos está escrito: Quede su majada desierta,
y no haya quien habite en ella.

Y también:
Que otro reciba su cargo. «Conviene, pues, que de entre los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su resurrección.» Presentaron a dos: a José, llamado Barsabás, por sobrenombre Justo, y a Matías. Entonces oraron así: «Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muéstranos a cuál de estos dos has elegido, para ocupar en el ministerio del apostolado el puesto del que Judas desertó para irse adonde le correspondía.» Echaron suertes y la suerte cayó sobre Matías, que fue agregado al número de los doce apóstoles.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los apóstoles, después de la deserción trágica de Judas, ya no eran doce, sino once. Había que recomponer el número de los doce porque indicaba las doce tribus de Israel. Jesús, desde el principio, quiso que las doce tribus tuviesen el Evangelio; nadie debía quedar excluido. No sólo las tribus de Israel no pueden quedarse sin el anuncio del Evangelio, sino que también los pueblos del mundo entero necesitan esta palabra de salvación. El Evangelio, por su naturaleza, no está reservado a algunos, no está destinado sólo a unos pocos privilegiados. Está escrito: "Dios no hace acepción de personas" (Hch 10, 34). Nadie, ni siquiera el más desgraciado, queda excluido de esta palabra de misericordia. Por el contrario, es justamente por los excluidos por lo que Jesús vino a la tierra, como él mismo dijo en varias ocasiones. Precisamente por obedecer a esa universalidad del Evangelio, los apóstoles debían elegir al duodécimo: el espíritu universal de Jesús forma parte integrante de su Iglesia desde sus primeros pasos. Y sin embargo el duodécimo no podía ser uno cualquiera, no se trataba de una simple reorganización de la Iglesia, de una organización más racional. El duodécimo sólo tenía su razón de ser entre los que habían vivido con Jesús desde el momento de su bautismo hasta la resurrección. Podemos ensanchar espiritualmente esta perspectiva afirmando que el que recibe el encargo de anunciar el Evangelio debe vivir personalmente el vínculo estrecho con Jesús. El testimonio cristiano, de hecho, no es simplemente la propagación de una doctrina o de una ideología; es el testimonio de una relación directa y vital con Jesús. El cristiano está llamado a hacer presente a Jesús entre los hombres a través del testimonio del encuentro personal con Cristo. Por esto no se pide una especialización particular; quien acoge a Jesús en su corazón y lo sigue no con las palabras sino con los hechos es su testigo allá donde se encuentre: en casa, en la oficina, por la calle, por la carretera o en el trabajo. La elección del duodécimo, en el fondo, indica que cada uno de nosotros puede y debe ser el "duodécimo", es decir, un testigo fiel del Evangelio ante su generación. En el nombre de Matías podemos entender el nombre de cada uno de nosotros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.