ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 10,1-7

Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Los nombres de los doce Apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo; Simón el Cananeo y Judas el Iscariote, el mismo que le entregó. A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

De la compasión por las muchedumbres, vejadas y abatidas, nace el llamamiento de los doce y la entrega de la misión evangélica. Jesús elige a doce, tantos como las tribus de Israel, como si quisiera decir que nadie debe quedar excluido del anuncio del Evangelio. El evangelista da los nombres de los doce apóstoles. Hay griegos junto a judíos; hombres provenientes del norte y otros del sur; simples pescadores y hombres impacientes por ver terminar la dura dominación romana, seguidores del Bautista (Santiago y Juan) y publicanos (Mateo). Es un grupo heterogéneo en el que el origen territorial y la militancia ideológica quedan en segundo plano. Lo importante es la adhesión a Jesús y la obediencia a su Palabra; estas dos dimensiones constituyen su nueva identidad. Ya no se les conoce como el publicano, el zelota o el pescador, sino más bien como los que están con el Nazareno. Todos, como pasa con Simón, reciben un nuevo nombre, es decir, una nueva misión y un nuevo poder. Ya no se les identifica como antes de haber conocido a Jesús, por su trabajo. Desde aquel momento son testimonios del Evangelio, de un sueño universal que no es el suyo sino el de Dios, y reciben el poder de cambiar los corazones, de derrotar el mal, de acoger a los débiles, de amar a los desesperados, de hacer que venga pronto el reino de Dios. Es un poder real, una verdadera fuerza de cambio, que no viene del dinero, de las bolsas, de las túnicas o de las cosas de la tierra: es el poder del amor sin límites que viene de las alturas y que Jesús es el primero en demostrar. Esta primera misión evangélica es emblemática para todas las generaciones cristianas: no hay otro camino posible para los discípulos de Jesús. También nuestra generación está llamada a encaminarse en el nuevo milenio viviendo al pie de la letra esta página evangélica. En el Evangelio de Mateo el mandato se refiere solo "a las ovejas perdidas de la casa de Israel". Este límite responde a una tradición judeo-cristiana de los primeros años de la Iglesia. Históricamente la misión de Jesús y de los apóstoles empezó en Israel. Podemos afirmar que esta indicación del Evangelio de Mateo, entendida desde el punto de vista histórico, quedó felizmente superada por la misión global y sin límites de la Iglesia, que sin duda se corresponde exactamente con la voluntad de salvación universal como vemos en la vida de Cristo y de las primeras comunidades cristianas.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.