ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 20 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago 1,12-18

¡Feliz el hombre que soporta la prueba! Superada la prueba, recibirá la corona de la vida que ha prometido el Señor a los que le aman. Ninguno, cuando sea probado, diga: «Es Dios quien me prueba»; porque Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie. Sino que cada uno es probado por su propia concupiscencia que le arrastra y le seduce. Después la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte. No os engañéis, hermanos míos queridos: toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación. Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuésemos como las primicias de sus criaturas.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Santiago señala una de las muchas bienaventuranzas de la Escritura. Es la bienaventuranza de quien se resiste a la tentación y recibe la corona de la vida. También Jesús estuvo tentado por el mal, hasta la última tentación que le gritaron los que pasaban o el ladrón crucificado a su lado: "Sálvate a ti mismo". Jesús es el que recibe primero la corona de la vida y "no nos deja caer en la tentación", como pedimos en el Padrenuestro. El autor de la epístola escribe que la perseverancia en la tentación comporta el premio de la "corona de la vida". El apóstol Pablo exalta la grandeza de la corona de gloria cuando la presenta así a los Corintios: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman" (1 Co 2,9). Las dificultades de la vida y las tentaciones que se presentan a los cristianos -y también al resto de hombres y mujeres- no son enviadas por Dios. La epístola lo expresa con claridad: "Dios no prueba a nadie". Además, ya sabemos por el Evangelio que Dios es un Padre bueno y a todos, buenos y malos, les envía cosas buenas; llegó incluso a enviar a su propio Hijo para salvar al mundo de la muerte y del pecado. La oración del Padrenuestro dice "no nos dejes caer en la tentación" porque el Señor no lleva al hombre a la tentación. La raíz de las tentaciones, por tanto, no está en Dios, sino en el hombre. A menudo oímos decir -y alguna vez lo pensamos también nosotros- que el mal viene de Dios, un Dios no suficientemente atento a defendernos. Santiago recuerda que no es él quien nos hace caer en la tentación, sino que él nos da la fuerza y la sabiduría para poder derrotar al "enemigo" que quiere separar a los hombres de Dios y a las criaturas entre ellas. El mal nace en un corazón que cede a las pasiones, al instinto del amor por uno mismo. Si cedemos a las pasiones que atraen y seducen, caemos en el pecado, como Caín, que no supo "dominar el instinto" y llegó a asesinar a su hermano. Jesús mismo recuerda que el mal no viene de fuera sino del corazón del hombre y por eso debemos cambiar. No todo lo que viene de nosotros es bueno. El instinto a veces nos engaña. No nos resistimos a nada, porque nos arrastran las pasiones, a las que cedemos con normalidad, sin reflexionar. El mal nunca es inocuo y es una locura pensar que podemos controlar solos las pasiones o el pecado, porque, como describe eficazmente Santiago, en realidad nos arrastran. A veces pensamos neciamente que podemos dominar el mal, que lo podemos controlar, como muchas costumbres, pensamientos, tradiciones, que creemos poder contener en nuestro corazón y que, en realidad, nos dominan. Pero la epístola recuerda que si por una parte es cierto que el instinto a pensar solo en uno mismo es fuerte, por la otra es posible confiar en el Señor para resistir y vencer los ataques del mal. El Padre de la luz no muestra inseguridad, no duda, no es amante de replantear las cosas, como si eso fuera una complejidad o una profundidad. El Padre no muestra variación ni sombra de cambio, a pesar de las numerosas decepciones que le han provocado los hombres. El Dios que ha creado el cielo y la tierra -asegura Santiago- prodiga abundantemente sus dones a los hombres; y sobre todo nos engendra con "palabra de verdad". Podríamos decir que la predicación es como el principio materno que engendra nueva vida. En esta misma línea el apóstol Pablo afirma: "La fe viene de la predicación". Y los cristianos, escribe Santiago, son como la primicia de los hijos de Dios, el germen de la nueva creación. Es fácil olvidar que somos una primicia, es decir, algo que contiene en sí todo lo que todavía debe manifestarse. El cristiano no representa la vida por sí mismo, ni siquiera su misma vocación. Es una primicia, es decir, una realidad que tiene significado para quien tenemos cerca. Muchas veces los demás pueden ver hechas realidad ya hoy en los cristianos las promesas que se revelarán plenamente en el reino futuro. ¿Y no es eso un compromiso a serlo todavía más, precisamente para que muchos puedan empezar a ver la primicia del reino de amor que el Hijo vino a anunciar al mundo?

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.