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Memoria de los pobres
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Memoria de los pobres

Recuerdo de Nunzia, discapacitada mental que murió en Nápoles, y de todos los discapacitados mentales que se han dormido en el Señor. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 30 de julio

Recuerdo de Nunzia, discapacitada mental que murió en Nápoles, y de todos los discapacitados mentales que se han dormido en el Señor.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Segunda Pedro 1,16-21

Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: «Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco.» Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo. Y así se nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana. Pero, ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pedro asegura a los cristianos que Cristo vendrá con potencia y derrotará definitivamente el mal. El Evangelio no es una doctrina vana, no es un engaño. El apóstol escribe que él mismo ha visto con sus ojos la fuerza del Evangelio que vence el mal; se refiere sin duda a los milagros y a las numerosas curaciones realizadas por Jesús en las que se manifestaba el advenimiento del nuevo reino del amor de Dios. Entre las muchísimas que vivió con Jesús, el apóstol propone un recuerdo especial que marcó profundamente su vida: la transfiguración del monte Tabor. En aquel acontecimiento apareció de manera extraordinaria la gloria y el honor que Jesús recibió del Padre con la confirmación que llegó de la voz proveniente del cielo: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle". El misterio que estaba escondido desde hacía siglos finalmente se revela plenamente para Pedro, Santiago y Juan. Ellos comprendieron que debían guardar en su corazón aquel misterio y transmitirlo a las generaciones venideras. Efectivamente, desde los apóstoles hasta nuestros días, la Iglesia no hace más que transmitir de generación en generación este misterio de salvación que es el amor de Dios, amor que se hace visible en Jesús de Nazaret. Y Pedro, recordando que "ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia", subraya que toda la Biblia, y por tanto también el Primer Testamento, debe leerse e interpretarse siempre dentro de la vida de la Iglesia. No es un libro privado que cada cual lee e interpreta por su cuenta. La Biblia es un libro vivo dentro de la comunidad cristiana. Por eso siempre necesitamos a la Iglesia, una comunidad que ayude a comprenderlo profundamente, no solo en su literalidad, sino en su espíritu. El apóstol puede compararla a la "lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana". Lo canta bien el salmo 119: "Tu palabra es antorcha para mis pasos, luz para mi sendero" (v. 105). En cada momento de la vida, tanto si es alegre como si es difícil, la Palabra de Dios proclamada en la comunidad cristiana nos ilumina y nos orienta hacia el Señor, para que no quedemos en la oscuridad de la incertidumbre del amor por nosotros mismos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.