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Memoria de la Madre del Señor
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Libretto DEL GIORNO
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Sábado 8 de diciembre

Fiesta de la Inmaculada Concepción de María


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 1,26-38

Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin.» María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios.» Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel dejándola se fue.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mientras se acerca la Navidad, la liturgia viene a nuestro encuentro con esta fiesta en honor de la Madre de Jesús. La Virgen María se convierte para nosotros en un ejemplo de cómo vivir este tiempo de Adviento, de cómo esperar al Señor que está a punto de nacer en medio de los hombres. El Evangelio de Lucas nos presenta a una joven de un pequeño lugar de Galilea, Nazaret, en la periferia extrema del Imperio romano. Era una joven como todas, vivía la vida normal de su pueblo. Sin embargo, sobre ella se había posado la mirada del Señor. En la fiesta de hoy recordamos la concepción de María sin el pecado, es decir, sin la mancha de la culpa original, y, en consecuencia, exenta del drama de la lejanía de Dios propia de Adán y Eva y de cada uno de nosotros. Es una fiesta antigua, llamada de la «Concepción de María». Pero cuando Pio IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, la fiesta adquirió este nombre.
María era ciertamente una criatura como todas; sin embargo sobre ella se había posado la mirada de Dios de una forma completamente especial. En ella no existió esa lejanía representada por el pecado original. De hecho, desde el inicio María fue elegida para ser la madre de Jesús. No podía, por tanto, estar lejos de Dios la que debía convertirse en madre del Hijo de Dios. Por eso recibió el don de ser inmaculada, sin pecado, sin mancha alguna. No fue mérito suyo sino una gracia. El Señor preparó en ella una morada digna para el Hijo. El amor del Hijo ha protegido, por tanto, a la madre. Sin embargo, este misterio de María no es ajeno a nosotros. Como Dios posó sobre ella su mirada en el momento de la concepción, así la ha puesto también sobre nosotros.
El apóstol Pablo escribe: «nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados» (Ef 1,4). María, y nosotros con ella, hemos sido elegidos por Dios antes incluso de la creación, y hemos sido elegidos para ser santos e inmaculados. No en vano el apóstol dice: «nos ha elegido», y no «hemos elegido». Somos fruto del amor de Dios; su corazón nos piensa y nosotros venimos a la luz. Los padres entran en este proceso de amor. Nuestro nombre comienza en el corazón de Dios y allí permanece para siempre. Por esto creemos que la vida es santa, desde el inicio y para siempre. El Señor no olvida nunca nuestro nombre, y ¡ay del que quiera eliminarlo! Todos están en el corazón de Dios. En esta fiesta contemplamos la grandeza del amor del Señor y las maravillas que llega a realizar si no traicionamos esta predilección de Dios, como María no la traicionó. María nunca se alejó de aquel amor: formada para convertirse en la madre de Jesús, María aceptó plenamente esta vocación. No era fácil para ella y mucho menos algo por descontado.
Cuando el ángel le dijo que estaba llena de gracia, María se turbó. No tenía una gran consideración de sí. Se sentía nada ante Dios, al contrario que nosotros, que generalmente tenemos un elevado concepto de nosotros mismos. Aquí está precisamente la esencia del pecado original: en concebirnos separados de Dios, lejos de su amor. En esto consiste el pecado original, que está en el origen del mal en el mundo. María no se exalta ante el anuncio del ángel. Se turba, advierte el evangelista. Eso debería ocurrirnos cada vez que escuchamos el Evangelio, no la exaltación de nosotros mismos, sino la escucha de Otro. Es necesario dejarse tocar el corazón por el Señor; esta es la turbación. El ángel la conforta: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús» (v. 30-31). A decir verdad, este anuncio la conmociona aún más; también porque todavía no había ido a vivir con José. El ángel añade: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (v. 35). María escucha y obedece: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu Palabra» (v. 38). Aquella joven de Nazaret, la primera amada por Dios, es también la primera en responder «sí» a la llamada de Dios. Ahora está ante nosotros, ante los ojos de nuestro corazón, para que, contemplándola, podamos imitarla para recibir también nosotros el tierno abrazo del Hijo que nos llena el corazón y la vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.