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Memoria de los apóstoles
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Recuerdo de los apóstoles Felipe y Santiago. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los apóstoles
Viernes 3 de mayo

Recuerdo de los apóstoles Felipe y Santiago.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 14,6-14

Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.
Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre;
desde ahora lo conocéis y lo habéis visto.» Le dice Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta.» Le dice Jesús: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe?
El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.
¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees
que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?
Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta;
el Padre que permanece en mí es el que realiza las
obras. Creedme:
yo estoy en el Padre y el Padre está en mí.
Al menos, creedlo por las obras. En verdad, en verdad os digo:
el que crea en mí,
hará él también las obras que yo hago,
y hará mayores aún,
porque yo voy al Padre. Y todo lo que pidáis en mi nombre,
yo lo haré,
para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre,
yo lo haré.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El recuerdo conjunto de estos dos apóstoles empezó a ser celebrado a la vez desde el siglo VI cuando se dedicó en Roma la basílica de los Santos Apóstoles en la que fueron depuestas sus reliquias. Felipe, originario de Betsaida, es uno de los primeros en ser llamado por Jesús. Es a él a quien Jesús pregunta cuántos panes hay al comienzo de la primera multiplicación. A Felipe se dirigen los dos griegos que quieren ver a Jesús, mientras es él quien pide a Jesús: «Muéstranos al Padre y nos basta». Según una antigua tradición, Felipe predicó el Evangelio en Asia Menor y murió mártir en Frigia. El apóstol Santiago se identifica con el hijo de Alfeo y al mismo tiempo como el hermano de Jesús que luego se convirtió en el primer responsable de la comunidad judeocristiana de Jerusalén. A él se le atribuye la primera de las epístolas católicas, dirigida a los judeocristianos de la diáspora. La tradición narra que murió al ser arrojado desde el pináculo del templo mientras repetía las mismas palabras de Jesús: «Señor, perdónales, porque no saben lo que hacen». Espléndidas son las palabras de san Agustín que canta el amor de los apóstoles cuando ha llegado hasta el martirio: «Considerad, hermanos, la magnitud del acontecimiento por el cual los hombres fueron enviados por todo el mundo para anunciar que un hombre muerto había subido al cielo y a causa de dicho anuncio sufrieron todo lo que el mundo enloquecido les imponía: pérdidas, exilio, cárcel, tormentos, llamas, fieras, cruces y la muerte. ¿Quizá Pedro moría por una gloria personal? Alguno moría para que otro fuera ensalzado; a uno se le daba muerte para que otro recibiera adoración. ¿Podría hacer esto quien no hubiera sido animado por el fuego de la caridad y de la conciencia íntima de la verdad?». Todo esto surgía de frecuentar a Jesús, del encuentro con aquel maestro que había cambiado sus vidas. El Evangelio nos muestra a Jesús como el Camino, la Verdad y la Vida. Es él quien les conducirá al Padre. Es Felipe quien pide en nombre de todos: «Muéstranos al Padre y nos basta». Jesús responde con un angustiado reproche: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Tocamos aquí el corazón de la fe cristiana. A Dios le encontramos a través de Jesús. «A Dios nadie le ha visto nunca», escribe Juan en su primera epístola (4,12). Jesús nos lo revela. Felipe y Santiago, con su testimonio siguen repitiéndonoslo para que aumente nuestra fe.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.