ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 18 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 10,32-39

Traed a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar un duro y doloroso combate, unas veces expuestos públicamente a ultrajes y tribulaciones; otras, haciéndoos solidarios de los que así eran tratados. Pues compartisteis los sufrimientos de los encarcelados; y os dejasteis despojar con alegría de vuestros bienes, conscientes de que poseíais una riqueza mejor y más duradera. No perdáis ahora vuestra confianza, que lleva consigo una gran recompensa. Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido. Pues todavía un poco, muy poco tiempo;
y el que ha de venir vendrá sin tardanza.
Mi justo vivirá por la fe;
mas si es cobarde, mi alma no se complacerá en él.
Pero nosotros no somos cobardes para perdición, sino creyentes para salvación del alma.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Empieza la tercera parte de la epístola. El autor quiere exhortar a los cristianos a ser constantes y a perseverar en la vida cristiana. Era un momento especialmente difícil para las comunidades de aquel tiempo, acuciadas por no pocas dificultades. Evidentemente se había producido alguna concesión o bien su testimonio había aflojado, tal vez por un cristianismo vivido de manera más individualista y por tanto menos significativo, menos profético. El autor recuerda a aquellos cristianos el fervor que tenían en la época de su conversión, cuando afrontaban con valentía todo sacrificio con tal de dar testimonio del Evangelio: no solo no se echaban atrás ante las dificultades y los peligros, sino que los afrontaban juntos «con alegría». Recuerda cuando eran «expuestos públicamente a injurias y ultrajes» y vivían una profunda solidaridad entre ellos: «compartisteis los sufrimientos de los encarcelados; y os dejasteis despojar con alegría de vuestros bienes». La razón de esta valentía radicaba en la convicción «de que poseíais una riqueza mejor y más duradera». Por desgracia el fervor del inicio –el Apocalipsis diría: «el amor de antes» (Ap 2,4)– se ha enfriado y ha sido sustituido por una actitud perezosa en el seguimiento del Evangelio y un espíritu resignado ante las dificultades que se encuentran. Es una concesión que también nosotros conocemos bien, aunque no vivamos en situaciones tan adversas como las de los cristianos de aquella época. No es difícil dejarse superar por la pereza y por la resignación, típicos de una cultura egocéntrica y consumista, que desgastan desde el interior la profecía del Evangelio. Los cristianos dejan de tener esperanza y, por tanto, de trabajar por un mundo nuevo, más solidario y menos violento. El autor nos exhorta, en cambio, a redescubrir la virtud de la constancia, es decir, a perseverar en el seguimiento del Evangelio y a no abandonar la parresía, aquella confianza en Dios que representa una verdadera fuerza para el creyente y que le permite mantenerse firme incluso en un mundo hostil al Evangelio y a sus seguidores.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.