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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Benito (+547), padre de los monjes de Occidente, a los que guía con la regla que lleva su nombre. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Jueves 11 de julio

Recuerdo de san Benito (+547), padre de los monjes de Occidente, a los que guía con la regla que lleva su nombre.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 15,1-8

«Yo soy la vid verdadera,
y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto,
lo corta,
y todo el que da fruto,
lo limpia,
para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios
gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros.
Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo,

si no permanece en la vid;
así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid;
vosotros los sarmientos.
El que permanece en mí y yo en él,
ése da mucho fruto;
porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí,
es arrojado fuera, como el sarmiento,
y se seca;
luego los recogen, los echan al fuego
y arden. Si permanecéis en mí,
y mis palabras permanecen en vosotros,
pedid lo que queráis
y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está
en que deis mucho fruto,
y seáis mis discípulos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Iglesia recuerda hoy a san Benito de Nursia, padre del monaquismo occidental. Benito fue a Roma para realizar sus estudios pero abandonó la ciudad y estuvo en lugares apartados en las inmediaciones de Subiaco para dedicarse totalmente a Dios. Rodeado por varios discípulos decidió ir a Montecassino, donde fundó un nuevo monasterio y escribió la conocida Regla en la que manifiesta una extraordinaria sabiduría humana y cristiana. La Regla se convirtió en el referente esencial de todo el monaquismo occidental. En el prólogo escribe: «Es necesario que constituyamos una escuela del servicio divino… A medida que se progresa en el camino de conversión y de fe, se avanza por la vía de los mandamientos con el corazón dilatado en la inexplicable dulzura del amor». Lo que afirma Benito no es válido solo para quien sigue el camino monástico sino también para quien vive la vida de cada día en el mundo. Necesitamos una disciplina, por tanto, una regla que nos impida ahogarnos en el día a día olvidando al Señor, olvidando escuchar su palabra, la oración y el trabajo para transformar el mundo. De ese modo crece en nosotros el hombre o la mujer espiritual. Se trata de seguir unido a la vid que es Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio. Jesús continúa diciéndonos también a nosotros: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos», para que comprendamos el tipo de unión que debe existir entre él y nosotros. Un sarmiento vive y da fruto únicamente si permanece unido a la vid; si lo cortaran, se secaría y moriría. Estar unidos a la vid es, pues, fundamental para los sarmientos. Pero eso no se produce sin más, por casualidad. Es necesaria una disciplina, una regla, que nos ayude a no dejarnos arrastrar por los ritmos vertiginosos de la vida de cada día.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.