ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 19 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 34,1-22

Palabra que fue dirigida a Jeremías de parte de Yahveh, mientras Nabucodonosor, rey de Babilonia, y todas sus fuerzas y todos los reinos de la tierra sometidos a su poder y todos los pueblos atacaban a Jerusalén y a todas sus ciudades: Así dice Yahveh el Dios de Israel: Ve y dices a Sedecías, rey de Judá; le dices: Así dice Yahveh: "Mira que yo entrego esta ciudad en manos del rey de Babilonia, y la incendiará. En cuanto a ti, no te escaparás de su mano, sino que sin falta serás capturado, y en sus manos te pondré y tus ojos verán los ojos del rey de Babilonia, y su boca hablará a tu boca, y a Babilonia irás. Empero, oye una palabra de Yahveh, oh Sedecías, rey de Judá: Así dice Yahveh respecto a ti: No morirás por la espada. En paz morirás. Y como se quemaron perfumes por tus padres, los reyes antepasados que te precedieron, así los quemarán por ti, y con el "¡ay, señor!" te plañirán, porque lo digo yo - oráculo de Yahveh -. Y habló el profeta Jeremías a Sedecías, rey de Judá, todas estas palabras en Jerusalén, mientras las fuerzas del rey de Babilonia atacaban a Jerusalén y a todas las ciudades de Judá que quedaban: a Lakís y Azecá, pues estas dos plazas fuertes habían quedado de todas las ciudades de Judá. Palabra que fue dirigida a Jeremías de parte de Yahveh, después de llegar el rey Sedecías a un acuerdo con todo el pueblo de Jerusalén, proclamándoles una manumisión, en orden a dejar cada uno a su siervo o esclava hebreos libres dándoles la libertad de suerte que ningún judío fuera siervo de su hermano. Todos los jefes y todo el pueblo que entraba en el acuerdo obedecieron, dejando libres quién a su siervo, quién a su esclava, dándoles la libertad de modo que no hubiese entre ellos más esclavos: obedecieron y les dejaron libres. Pero luego volvieron a apoderarse de los siervos y esclavas que habían manumitido y los redujeron a servidumbre y esclavitud. Entonces fue dirigida la palabra de Yahveh a Jeremías en estos términos: Así dice Yahveh, el Dios de Israel: yo hice alianza con vuestros padres el día que los saqué de Egipto, de la casa de servidumbre, diciendo: Al cabo de siete años cada uno de vosotros dejará libre al hermano hebreo que se le hubiera vendido. Te servirá por seis años, y le enviarás libre de junto a ti. Pero no me hicieron caso vuestros padres ni aplicaron el oído. Vosotros os habéis convertido hoy y habéis hecho lo que es recto a mis ojos proclamando manumisión general, y llegando a un acuerdo en mi presencia, en la Casa que se llama por mi Nombre; pero os habéis echado atrás y profanado mi Nombre, os habéis apoderado de vuestros respectivos siervos y esclavas a quienes habíais manumitido, reduciéndolos de nuevo a esclavitud. Por tanto, así dice Yahveh: Vosotros no me habéis hecho caso al proclamar manumisión general. He aquí que yo proclamo contra vosotros manumisión de la espada, de la peste y del hambre - oráculo de Yahveh - y os doy por espantajo de todos los reinos de la tierra. Y a los individuos que traspasaron mi acuerdo, aquellos que no han hecho válidos los términos del acuerdo que firmaron en mi presencia, yo los volveré como el becerro que cortaron en dos y por entre cuyos pedazos pasaron: a los jefes de Judá, los jefes de Jerusalén, los eunucos, los sacerdotes y todo el pueblo de la tierra que han pasado por entre los pedazos del becerro, les pondré en manos de sus enemigos y de quienes buscan su muerte y sus cadáveres serán pasto de las aves del cielo y de las bestias de la tierra. Y a Sedecías, rey de Judá, y a sus jefes les pondré en manos de sus enemigos y de quienes buscan su muerte y del ejército del rey de Babilonia que se ha retirado de vosotros. Mirad que yo lo ordeno - oráculo de Yahveh - y les hago volver sobre esta ciudad, y la atacarán, la tomarán y le darán fuego, y las ciudades de Judá las trocaré en desolación sin habitantes.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El episodio de los esclavos liberados y luego obligados a volver a la esclavitud demuestra hasta qué punto es persistente la injusticia. Ni siquiera en los momentos últimos del asedio de Jerusalén, aquellos que han pisoteado los derechos de Dios y de su prójimo quieren cambiar. Los acomodados se echan atrás a pesar del mandamiento divino y el decreto del rey. Sedecías, el rey, había ordenado que todos los esclavos judíos fueran liberados según la ley del Señor: «Al cabo de siete años cada uno de vosotros dejará libre al hermano hebreo que se le hubiera vendido» (v.14, que remite a Ex 21,2). Esta decisión, que no se había aplicado casi nunca, se propone como un signo de obediencia a la Palabra del Señor. No es justo que una persona sin medios económicos deba ser vendida como esclavo al hermano de su acreedor. No es justo que un pobre tenga que «vender» su dignidad para obtener ayuda. La libertad, es decir, la capacidad de hacerse amigo del otro es signo de humanidad compartida. Los habitantes de Jerusalén habían cerrado un pacto ante Dios, precisamente en el templo, con el Señor por testigo. De ese modo su palabra se había hecho sagrada, casi segura y firme. Pero la fuerza de la avaricia es grande, y los amos de aquellos esclavos cambiaron de opinión. Los esclavos y las esclavas tuvieron que volver con sus amos, ya que estos revocaron su decisión anterior. El poder del mal es grande entre los hombres: la justicia, incluso la codificada por el rey, ha sido burlada, el nombre del Señor ha sido profanado y su Palabra ha terminado siendo despreciada. En un mundo esclavo del dinero, la avaricia lleva incluso a hacer olvidar la dignidad de muchos hombres y mujeres que quedan a merced de los intereses de los más fuertes. Por eso el Señor Jesús advierte: «No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24). La verdadera libertad es alejarse de la esclavitud del dinero y ponerse al servicio de Dios y de la humanidad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.