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Memoria de los pobres
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Memoria de los pobres

Recuerdo de san Jerónimo, doctor de la Iglesia, que murió en Belén el 420. Tradujo la Biblia al latín. Oración para que la voz de la Escritura se oiga en toda lengua. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 30 de septiembre

Recuerdo de san Jerónimo, doctor de la Iglesia, que murió en Belén el 420. Tradujo la Biblia al latín. Oración para que la voz de la Escritura se oiga en toda lengua.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 1,1-15

Alejandro de Macedonia, hijo de Filipo, partió del país de Kittim, derrotó a Darío, rey de los persas y los medos, y reinó en su lugar, empezando por la Hélada. Suscitó muchas guerras, se apoderó de plazas fuertes y dio muerte a reyes de la tierra. Avanzó hasta los confines del mundo y se hizo con el botín de multitud de pueblos. La tierra enmudeció en su presencia y su corazón se ensoberbeció y se llenó de orgullo. Juntó un ejército potentísimo y ejerció el mando sobre tierras, pueblos y príncipes, que le pagaban tributo. Después, cayó enfermo y cononció que se moría. Hizo llamar entonces a sus servidores, a los nobles que con él se habían criado desde su juventud, y antes de morir, repartió entre ellos su reino. Reinó Alejandro doce años y murió. Sus servidores entraron en posesión del poder, cada uno en su región. Todos a su muerte se ciñeron la diadema y sus hijos después de ellos durante largos años; y multiplicaron los males sobre la tierra. De ellos surgió un renuevo pecador, Antíoco Epífanes, hijo del rey Antíoco, que había estado como rehén en Roma. Subió al trono el año 137 del imperio de los griegos. En aquellos días surgieron de Israel unos hijos rebeldes que sedujeron a muchos diciendo: «Vamos, concertemos alianza con los pueblos que nos rodean, porque desde que nos separamos de ellos, nos han sobrevenido muchos males.» Estas palabras parecieron bien a sus ojos, y algunos del pueblo se apresuraron a acudir donde el rey y obtuvieron de él autorización para seguir las costumbres de los gentiles. En consecuencia, levantaron en Jerusalén un gimnasio al uso de los paganos, rehicieron sus prepucios, renegaron de la alianza santa para atarse al yugo de los gentiles, y se vendieron para obrar el mal.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Empieza la lectura del primer libro de los Macabeos. El autor –un culto judío contemporáneo de los hechos que les suceden a los tres hermanos macabeos– presenta ya en los dos primeros capítulos el horizonte de toda la narración: el pueblo de Israel defiende la Ley de la contaminación de los pueblos vecinos que quieren imponer sus tradiciones paganas. Se exaltan, pues, los comportamientos de los creyentes que se niegan a ceder ante la mentalidad helénica, aunque les cueste la vida. El creyente, pues, se identifica con el mártir. La narración del primer libro de los Macabeos –que incluye la historia de Israel del 167 al 134 a.C.– se abre con un brevísimo resumen histórico que habla de Alejandro de Macedonia (Alejandro Magno), que ya había extendido su imperio por todo Oriente, «hasta los confines del mundo». Para amalgamar en una única civilización a los distintos pueblos, estableció la lengua griega como la lengua oficial del imperio. Y ordenó que surgieran por todas partes centros de cultura helenista, ya fuera construyendo nuevas ciudades como reorganizando las existentes según el modelo de las ciudades griegas. El helenismo tuvo en los teatros y en los centros de enseñanza lugares para difundir, junto a los templos, las divinidades griegas. El autor, para describir la fuerza hegemónica también en el terreno cultural de Alejandro, destaca que «la Tierra enmudeció ante él». Pero el orgullo por tan enorme poder terminó por dominar el corazón del rey. Y llegó el castigo divino: el rey cayó enfermo y murió. Pero antes de eso, dividió el reino entre sus oficiales. Entre ellos estaba Antíoco Epífanes, «un renuevo pecador», que contará entre sus acciones el saqueo de Jerusalén. Precisamente en el reino de Antíoco algunos «hijos rebeldes» de Israel (literalmente «transgresores de la Ley») sedujeron a otros judíos para que abrazaran actitudes y estilos de vida helenistas. «Vamos –les dijeron a los demás–, concertemos alianza con los pueblos que nos rodean, porque desde que nos separamos de ellos, nos han sobrevenido muchos males.» Así pues, la iniciativa de helenizar las costumbres judías también fue obra de una parte de los judíos que anhelaban ser como todos los ciudadanos de las demás naciones. Ya había pasado lo mismo en tiempo de Samuel, cuando el pueblo quería un rey «como todas las naciones» (1 S 8,5.20). Así, se construyó un centro de enseñanza en Jerusalén, en cuya parte central estaba el gimnasio, una de las más claras expresiones de la cultura helenista. Para los judíos, en realidad, había un problema relativo a la circuncisión. Los griegos solían ir desnudos, por lo que los judíos intentaban esconder la circuncisión. Pero esa actitud significaba esconder la alianza con Dios, base de la existencia de Israel. La defensa de la relación con Dios era la razón de vida del pueblo de Israel. Solo sobre la base firme de la alianza con el Señor se podían establecer relaciones también con los otros pueblos. De lo contrario habría quedado anulada la misma existencia de Israel como pueblo. Es una lección que sigue teniendo su valor hoy, cuando mucha gente asume actitudes mundanas que tienden solo a condescenderse solo a uno mismo. A los creyentes se les pide que permanezcan fieles a Dios y amigos de los hombres, sobre todo, de los pobres.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.