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Oración por los enfermos
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Oración por los enfermos

Recuerdo de san Carlos Borromeo (†1584), obispo de Milán. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración por los enfermos
Lunes 4 de noviembre

Recuerdo de san Carlos Borromeo (†1584), obispo de Milán.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 7,26-50

El rey envió a Nicanor, uno de sus generales más distinguidos y enemigo declarado de Israel, y le mandó exterminar al pueblo. Nicanor llegó a Jerusalén con un ejército numeroso y envió a Judas y sus hermanos un insidioso mensaje de paz diciéndoles: «No haya lucha entre vosotros y yo; iré a veros amistosamente con una pequeña escolta.» Fue pues, donde Judas y ambos se saludaron amistosamente, pero los enemigos estaban preparados para raptar a Judas. Al conocer que había venido a él con engaños, se atemorizó Judas y no quiso verle más. Viendo descubiertos sus planes, Nicanor salió a enfrentarse con Judas cerca de Cafarsalamá. Cayeron unos quinientos hombres del ejército de Nicanor y los demás huyeron a la Ciudad de David. Después de estos sucesos, subió Nicanor al monte Sión. Salieron del Lugar Santo sacerdotes y ancianos del pueblo para saludarle amistosamente y mostrarle el holocausto que se ofrecía por el rey. Pero él se burló de ellos, les escarneció, les mancilló y habló insolentemente. Colérico, les dijo con juramento: «Si esta vez no se me entrega Judas y su ejército en mis manos, cuando vuelva, hecha la paz, prenderé fuego a esta Casa.» Y salió lleno de furor. Entraron los sacerdotes y, de pie ante el altar y el santuario, exclamaron llorando: «Tú has elegido esta Casa para que en ella fuese invocado tu nombre y fuese casa de oración y súplica para tu pueblo; toma vengaza de este hombre y de su ejército y caigan bajo la espada. Acuérdate, de sus blasfemias y no les des tregua.» Nicanor partió de Jerusalén y acampó en Bet Jorón, donde se le unió un contingente de Siria. Judas acampó en Adasá con 3.000 hombres y oró diciendo: «Cuando los enviados del rey blasfemaron, salió tu ángel y mató a 185.000 de ellos; destruye también hoy este ejército ante nosotros y reconozcan los que queden que su jefe profirió palabras impías contra tu Lugar Santo; júzgale según su maldad.» El día trece del mes de Adar trabaron batalla los ejércitos y salió derrotado el de Nicanor. Nicanor cayó el primero en el combate, y su ejército, al verle caído, arrojó las armas y se dio a la fuga. Les estuvieron persiguiendo un día entero, desde Adasá hasta llegar a Gázara, dando aviso tras ellos con el sonido de las trompetas. Salió gente de todos los pueblos judíos del contorno y, envolviéndoles, les obligaron a volverse los unos sobre los otros. Todos cayeron a espada; no quedó ni uno de ellos. Tomaron los despojos y el botín; cortaron la cabeza de Nicanor y su mano derecha, aquella que había extendido insolentemente, y las llevaron para exponerlas a la vista de Jerusalén. El pueblo se llenó de gran alegría; celebraron aquel día como un gran día de regocijo y acordaron conmemorarlo cada año el trece de Adar. El país de Judá gozó de sosiego por algún tiempo.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Tras el fracaso de Alcimo, Demetrio envió a Jerusalén a Nicanor, que había huido con él de Roma. Nicanor, considerado uno de los generales sirios más expertos, encabezó la nueva formación de elefantes del ejército de Demetrio. Según indica el autor, era «enemigo declarado de Israel» (v. 26). Al recibir la orden de «exterminar al pueblo» se encaminó hacia Jerusalén con un gran ejército. Tras un primer enfrentamiento con Judas buscó el camino del acuerdo y ofreció condiciones aceptables de paz, probablemente prometiendo también a Judas que sucedería a Alcimo en el sumo sacerdocio. Este último, por miedo de que creciera la amistad entre Nicanor y Judas, fue a lamentarse al rey, y como resultado el rey ordenó capturar a Judas y enviarlo encadenado a Antioquía, como se escribe en el segundo libro de los Macabeos (14,26-27). Nicanor, para capturar a Judas, pensó en una estratagema para evitar que se produjeran disturbios. Pero Judas, que intuyó el cambio de actitud de Nicanor, huyó dejándole el campo libre en Jerusalén. Nicanor sospechó que habían sido los sacerdotes los que lo habían traicionado y les amenazó con represalias si no le entregaban a Judas: «Se burló de ellos, los escarneció, los mancilló y habló insolentemente. Colérico, les dijo con juramento: “Si esta vez no se me entrega a Judas y su ejército en mis manos, cuando vuelva, hecha la paz, prenderé fuego a este templo”» (vv. 34-35). Los sacerdotes, envueltos en lágrimas, invocaron al cielo para que se salvara el templo: «Tú has elegido este templo para que en él fuese invocado tu nombre y fuese casa de oración y súplica para tu pueblo; toma venganza de este hombre y de su ejército y caigan bajo la espada. Acuérdate de sus blasfemias y no les des tregua» (vv. 37-38). Mientras Nicanor hacía formar a su ejército para empezar la batalla contra los judíos, Judas se puso a orar ante el Señor. Era consciente de que su verdadera arma era la oración y su verdadera fuerza era el Señor. Su fe lo llevó a desafiar a Dios recordándole lo que había hecho con su pueblo: «Cuando los enviados del rey blasfemaron, salió tu ángel y mató a ciento ochenta y cinco mil de ellos; destruye también hoy este ejército ante nosotros y reconozcan los que queden que su jefe profirió palabras impías contra tu Lugar Santo; júzgale según su maldad» (vv. 41-42). El 13 de Adar (marzo de 160 a.C.), Judas entró en batalla y venció. Nicanor fue asesinado y sus tropas huyeron a Gaza (Gázara); pero fueron interceptadas por los partidarios de Judas, repelidas y exterminadas. El autor concluye el episodio subrayando la alegría por la victoria obtenida sobre todo porque significaba la libertad de profesar su fe y un tiempo de paz tras la dura represión siria. «El país de Judá gozó de sosiego por algún tiempo» (v. 50).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.