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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo del padre Alexander Men, sacerdote ortodoxo de Moscú, asesinado brutalmente en 1990. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 9 de septiembre

Recuerdo del padre Alexander Men, sacerdote ortodoxo de Moscú, asesinado brutalmente en 1990.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 6,12-19

Sucedió que por aquellos días se fue él al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor. Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En los Evangelios conocemos la vocación de cinco de los doce apóstoles, pero no sabemos nada sobre la vocación de los otros siete. Se podría decir que esta escena evangélica colma ese vacío. Jesús elige a sus más estrechos colaboradores, aquellos que le deberán ayudar a anunciar el Evangelio. La iniciativa, sin embargo, viene del Padre. Jesús no hace nada sin el Padre. Por eso antes de tomar esa decisión pasa toda la noche rezando. Para Jesús, y aún más para cualquier comunidad cristiana, la oración es el origen de toda decisión, de toda acción. Podríamos decir que la oración es la primera obra que lleva a cabo Jesús, la que sirve de base para todas las demás. Así debe ser en la vida de toda comunidad cristiana. Al llegar la mañana, Jesús llamó consigo a los que quiso, uno por uno, por su nombre. La comunidad de los discípulos de Jesús, toda comunidad cristiana, no es un grupo anónimo, no es una asamblea cualquiera formada por personas sin nombre y sin amor. Todos conocemos por experiencia personal la tristeza de la soledad, la angustia de que nadie nos llame por nuestro nombre, como si cada cual estuviera a merced de su destino. La comunidad de Jesús está formada no por personas anónimas, sino por hermanos y hermanas que se conocen entre ellos y que se llaman por su nombre, como pasa en cualquier familia. La amistad, la fraternidad y conocerse mutuamente son la base de la comunión. Pero la comunión no viene simplemente de nosotros, no es el fruto de una simpatía recíproca, sino que brota del llamamiento de Jesús al que nosotros respondemos. El nombre no es el de siempre, sino que nos lo da el mismo Jesús. Él nos da un nombre nuevo, es decir un nuevo corazón, una nueva tarea, una nueva historia. Simón recibe el nombre de Pedro, es decir, roca, cimiento. Jesús llama a cada discípulo a edificar un mundo nuevo con una tarea particular. El nuevo nombre que recibe es el signo de la vida nueva que está llamado a vivir: una vida más activa, más dedicada al servicio del amor y de la construcción de un mundo más justo. Jesús, con el grupo de los Doce apenas constituido, baja del monte y se encuentra rápidamente frente a una gran muchedumbre proveniente de todas partes. Para Jesús es una escena habitual; ahora, con los nuevos discípulos, puede responder mejor a las numerosas demandas de la gente y puede colmar sus expectativas. Esta imagen evangélica debería poderse aplicar a toda comunidad cristiana. Cada comunidad debería ver frente a sí a las muchedumbres de este mundo, la gente de su barrio, de su ciudad y la gente de las muchedumbres más lejanas. Todos deben estar presentes ante nuestros ojos. Todos, en efecto, están cansados, enfermos, todos necesitan a alguien, y a menudo sufren el olvido. Y deberían correr hacia nosotros, del mismo modo que acudían hacia Jesús. De él, de su Evangelio, salía una gran fuerza, una gran energía que ayudaba a cambiar la vida. Algo similar nos pasa también a nosotros cuando comunicamos el Evangelio y lo vivimos con hechos de amor y misericordia. Las muchedumbres, viendo la dimensión evangélica de las comunidades cristianas, vendrán corriendo y vivirán en la alegría.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.