ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 20 de abril


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 12,24-13,5

Entretanto la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba. Bernabé y Saulo volvieron, una vez cumplido su ministerio en Jerusalén, trayéndose consigo a Juan, por sobrenombre Marcos. Había en la Iglesia fundada en Antioquía profetas y maestros: Bernabé, Simeón llamado Níger, Lucio el cirenense, Manahén, hermano de leche del tetrarca Herodes, y Saulo. Mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: «Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado.» Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y les enviaron. Ellos, pues, enviados por el Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y de allí navegaron hasta Chipre. Llegados a Salamina anunciaban la Palabra de Dios en las sinagogas de los judíos. Tenían también a Juan que les ayudaba.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La comunidad cristiana hasta ahora había sido guiada por el Espíritu para crecer y reforzarse en medio del mundo judío. Con el capítulo 13 de los Hechos, guiada siempre por el mismo Espíritu, esta se abre a los inmensos horizontes del mundo. Lucas define este desarrollo con una afirmación importante: "La palabra de Dios crecía y se propagaba". No habla del crecimiento del número ni de la difusión geográfica de los discípulos, sino de la Palabra de Dios. Es la Palabra que crece y se multiplica. Lucas subraya así que los cristianos son los habitados por el Evangelio y crecen y se propagan si crece y se propaga el Evangelio. Bernabé y Saulo son dos discípulos que parten de Antioquía y comienzan su primer viaje misionero, como portadores, o mejor como portados, de la Palabra de Dios. La iniciativa de la misión no surge de una decisión suya. Viene del Espíritu Santo. Es lo que se dice claramente en la narración de Lucas. Él observa que, mientras la comunidad estaba reunida para la oración, se oyó la voz del Señor que decía: "Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los tengo llamados". La vida de los discípulos de Jesús, su misión en el mundo, no es conducida por las decisiones de los hombres, por sus estrategias organizativas y expansionistas, por sabias y justas que sean. Todo en la vida de los discípulos procede de la inspiración del Espíritu Santo. En realidad, la misión del Evangelio es sobre todo obra de Dios antes que una decisión de los hombres; y la oración es el lugar del que brota la vida para cada comunidad: es de Dios de quien nace toda cosa buena y justa, del que arranca toda misión. Pablo y Bernabé son elegidos no solo por sus capacidades, sino por la indicación del Espíritu, como por lo demás había sucedido para los apóstoles, escogidos y llamados por Jesús directamente y de su agrado. Los dos preelegidos, indicados por el Señor y enviados por la comunidad, son representantes y mensajeros. Su autoridad reside en la relación con Dios que se expresa a través de la relación con la comunidad; y no debemos olvidar que cada discípulo es llamado por Dios a la escucha cotidiana del Evangelio para sentir el impulso y la fuerza para llevarlo a todo lugar del mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.