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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Esteban (+ 1038), rey de Hungría. Se convirtió al Evangelio y fomentó la evangelización en su país. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 16 de agosto

Recuerdo de san Esteban (+ 1038), rey de Hungría. Se convirtió al Evangelio y fomentó la evangelización en su país.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ezequiel 28,1-10

La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, di al príncipe de Tiro:
Así dice el Señor Yahveh:
¡Oh!, tu corazón se ha engreído
y has dicho: "Soy un dios,
estoy sentado en un trono divino,
en el corazón de los mares."
Tú que eres un hombre y no un dios,
equiparas tu corazón al corazón de Dios. ¡Oh sí, eres más sabio que Danel!
Ningún sabio es semejante a ti. Con tu sabiduría y tu inteligencia
te has hecho una fortuna,
has amontonado oro y plata
en tus tesoros. Por tu gran sabiduría y tu comercio
has multiplicado tu fortuna,
y por su fortuna se ha engreído tu corazón. Por eso, así dice el Señor Yahveh:
Porque has equiparado tu corazón al corazón de Dios, por eso, he aquí que yo traigo contra ti extranjeros,
los más bárbaros entre las naciones.
Desenvainarán la espada contra tu linda sabiduría,
y profanarán tu esplendor; te precipitarán en la fosa,
y morirás de muerte violenta
en el corazón de los mares. ¿Podrás decir aún: "Soy un dios",
ante tus verdugos?
Pero serás un hombre, que no un dios,
entre las manos de los que te traspasen. Tendrás la muerte de los incircuncisos,
a manos de extranjeros.
Porque he hablado yo, oráculo del Señor Yahveh.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje que hemos leído forma parte de las palabras que el profeta dirige a los pueblos. En este caso se trata de Tiro, una importante ciudad comercial del actual Líbano. La Palabra de Dios habla también fuera de nuestros límites habituales, es una palabra que todos pueden escuchar. Ezequiel percibe una constante en la actitud de los pueblos: la soberbia, el orgullo que lleva a exaltarse a uno mismo y la propia fuerza. Para el profeta el orgullo es el pecado original de los pueblos, lo que socava la base de la convivencia. Leemos: "Tu corazón se ha engreído y has dicho: Soy un dios..., tú que eres un hombre y no un dios". ¿En qué consiste este pecado? El corazón de aquella ciudad está lleno de soberbia por su ansia de poder, por la riqueza acumulada con el comercio. La Palabra de Dios irrumpe en la historia con su fuerza para decirnos una vez más que el pecado de orgullo, que lleva a creer en uno mismo, en el poder de uno mismo, en la fuerza, y cuyo único objetivo es el enriquecimiento de algunos en un mercado sin escrúpulos, sigue siendo aún hoy la base de muchas injusticias, guerras y desigualdades. Dios no puede tolerar esta actitud. La Palabra de Dios nos previene –como hará también Jesús– afirmando con claridad que no existe composición ni acuerdo entre servir a Dios y servir a la riqueza. La palabra profética suena como una grave advertencia: hombres y pueblos que miran solo por su interés creyéndose amos de la vida de los demás y de los bienes de la tierra "precipitarán en la fosa", "serán derribados", porque Dios "derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes", mientras que "despidió a los ricos con las manos vacías". En eso se revela quiénes somos realmente y qué deberíamos reconocer cada uno de nosotros: somos hombres pobres y débiles y no dioses todopoderosos. Ezequiel repite dos veces esta frase para advertirnos. Sabe que en el corazón de cada persona hay la tentación de ponerse en el lugar de Dios, de ser señor de la vida, en un delirio de omnipotencia. En realidad, somos frágiles, débiles, mortales. Miremos nuevamente con humildad nuestra vida para no ceder a la tentación del poder y de la riqueza, que tanto daño provocan en el mundo y que tantas injusticias y tanta miseria crean.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.