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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de san Carlos Borromeo (+1584), obispo de Milán. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 4 de noviembre

Recuerdo de san Carlos Borromeo (+1584), obispo de Milán.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Filipenses 3,17-4,1

Hermanos, sed imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros. Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan más que en las cosas de la tierra. Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas. Por tanto, hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona, manteneos así firmes en el Señor, queridos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol no duda en proponerse él mismo como modelo para que, en medio de la confusión y las tentaciones de la comunidad, los cristianos de Filipos imiten su humanidad y su espíritu. Es muy fácil que entre en la comunidad la lógica del mundo, que el papa Benedicto llamaba suciedad y para el papa Francisco eran las tentaciones de la modernidad. Estas no dejan vivir la misericordia, porque el mundo no conoce el amor por la pobreza del prójimo, sino únicamente el juicio y la condena, el enfrentamiento y el interés. El amor de Pablo por la comunidad llega a provocarle lágrimas. Nunca debemos olvidar que nuestro comportamiento puede provocar sufrimiento en el hermano. Pablo está lleno de pasión porque no es indiferente, es un hermano de verdad y no quiere que se pierda ninguno de los que le han sido confiados. Es realmente un pastor que ama y defiende a sus ovejas de aquel terrible lobo que es la mentalidad del mundo, vivir para uno mismo. El suyo no es un amor superficial, que lo acepta todo con indiferencia. Explica que vivir como enemigos del amor gratuito, que es el de la cruz, lleva a la perdición, porque uno termina convirtiendo en dios a su propio vientre, gloriándose de lo que debería provocarle vergüenza y sintiendo apetencia por lo terreno. Es el consumismo que se infiltra entre los hermanos y si no es combatido vacía a la misma comunidad. Nuestra patria está en el cielo. Quien busca el cielo sabe vivir de verdad en la tierra, porque no queda dominado por la tierra sino que sabe ver en ella las cosas invisibles, las que dan sentido a todo y nos libran de los ídolos. La transfiguración de Jesús la experimentamos ya hoy si elegimos el camino del amor, sobre todo si nos dejamos invadir por la pasión del apóstol que nos ayuda a entender las pequeñas grandes complicidades con la lógica del mundo que no tiene nada que ver con el amor sin límites de Jesús.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.