ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 15 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 115 (116), 12-19

12 ¿Cómo pagar al Señor
  todo el bien que me ha hecho?

13 Alzaré la copa de salvación
  e invocaré el nombre del Señor.

14 Cumpliré mis votos al Señor
  en presencia de todo el pueblo.

15 Mucho le cuesta al Señor
  la muerte de los que lo aman.

16 ¡Ah, Señor, yo soy tu siervo,
  tu siervo, hijo de tu esclava,
  tú has soltado mis cadenas!

17 Te ofreceré sacrificio de acción de gracias
  e invocaré el nombre del Señor.

18 Cumpliré mis votos al Señor
  en presencia de todo el pueblo,

19 en los atrios de la Casa del Señor,
  en medio de ti, Jerusalén.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmo 115, del que la liturgia de hoy nos presenta la segunda parte, es una oración de acción de gracias que el creyente eleva a Dios por los beneficios que ha recibido. El salmo se abre con una profesión de amor y de confianza hacia el Señor porque siempre ha escuchado la oración del creyente, sobre todo en los momentos de peligro: “Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante” (v. 1). Es la única vez que en el salterio aparece una expresión como ésta. El salmista quiere mostrar cuánto ama al Señor que lo ha liberado del mal, de la angustia en la que había caído. Esta oración de acción de gracias parece tener lugar en el seno del culto en el templo, ante la asamblea reunida. Frente al gran don recibido del Señor de una forma tan generosa, el creyente se interroga –justamente- sobre cómo puede dar gracias al Señor: “¿Cómo pagar al Señor todo el bien que me ha hecho?” (v. 12). Todo creyente debe hacer suya esta pregunta, ¿cuál es la forma más apropiada de agradecer al Señor todas las cosas buenas que hace por nosotros? Las Escrituras nos recuerdan que el Señor nos ama y nos protege incluso antes de que se lo pidamos en la oración, porque su amor es infinitamente más grande que el nuestro, y más generoso de lo que nosotros podemos llegar a ser. En realidad para nosotros es imposible agradecer al Señor de modo adecuado. El salmista, quizá precisamente por la conciencia de la distancia que nos separa del Señor, sitúa su oración en el seno de la asamblea reunida en el templo, confiando su agradecimiento a los gestos litúrgicos del pueblo que glorifica al Señor. Dice el creyente: “Alzaré la copa de salvación e invocaré el nombre del Señor. Cumpliré mis votos al Señor en presencia de todo el pueblo” (vv. 13-14). Y como para subrayar la pertenencia al pueblo del Señor, añade cumplir sus votos “en los atrios de la Casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén” (v. 19). La tradición cristiana ha acogido estas palabras y el gesto de la elevación del cáliz refiriéndolas a la Eucaristía, el momento por excelencia de la acción de gracias al Señor, cuando Jesús mismo se ofrece al Padre en ese cáliz por nuestra salvación. El salmista nos ayuda a unirnos también nosotros a la asamblea de los hermanos y hermanas para dar gracias al Señor por todos los beneficios que nos hace. Seremos dichosos si reconocemos este amor y nos dejamos tocar el corazón por él. Él no nos abandonará nunca, ni siquiera en el momento de la muerte, porque “Mucho le cuesta al Señor la muerte de los que lo aman” (v. 15). No sólo nuestra vida, también nuestra muerte está en las manos de Dios, que nos ama.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.