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Recuerdo de Onésimo, esclavo de Filemón y hermano en la fe del apóstol Pablo.
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Jueves 16 de febrero

Recuerdo de Onésimo, esclavo de Filemón y hermano en la fe del apóstol Pablo.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Filemón 1,4-21

Doy gracias sin cesar a mi Dios, recordándote en mis oraciones, pues tengo noticia de tu caridad y de tu fe para con el Señor Jesús y para bien de todos los santos, a fin de que tu participación en la fe se haga eficiente mediante el conocimiento perfecto de todo el bien que hay en nosotros en orden a Cristo. Pues tuve gran alegría y consuelo a causa de tu caridad, por el alivio que los corazones de los santos han recibido de ti, hermano. Por lo cual, aunque tengo en Cristo bastante libertad para mandarte lo que conviene, prefiero más bien rogarte en nombre de la caridad, yo, este Pablo ya anciano, y además ahora preso de Cristo Jesús. Te ruego en favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo, que en otro tiempo te fue inútil, pero ahora muy útil para ti y para mí. Te lo devuelvo, a éste, mi propio corazón. Yo querría retenerle conmigo, para que me sirviera en tu lugar, en estas cadenas por el Evangelio; mas, sin consultarte, no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no fuera forzada sino voluntaria. Pues tal vez fue alejado de ti por algún tiempo, precisamente para que lo recuperaras para siempre, y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido, que, siéndolo mucho para mí, ¡cuánto más lo será para ti, no sólo como amo, sino también en el Señor!. Por tanto, si me tienes como algo unido a ti, acógele como a mí mismo. Y si en algo te perjudicó, o algo te debe, ponlo a mi cuenta. Yo mismo, Pablo, lo firmo con mi puño; yo te lo pagaré... Por no recordarte deudas para conmigo, pues tú mismo te me debes. Sí, hermano, hazme este favor en el Señor. ¡Alivia mi corazón en Cristo! Te escribo confiado en tu docilidad, seguro de que harás más de lo que te pido.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje de la carta que hemos escuchado constituye casi todo el texto de una nota autografiada que el apóstol Pablo envió desde su prisión –es probable que a Éfeso- a su amigo Filemón, pidiéndole que acogiera de nuevo en su casa a Onésimo, el esclavo que se había fugado posiblemente por un robo que había cometido. Onésimo encontró refugio con el apóstol, que lo acogió llegando incluso a convertirlo a la fe cristiana, como había hecho también con Filemón. En cierto modo, tanto el uno como el otro, amo y esclavo, eran “hijos” del apóstol en la fe. En las pocas líneas escritas por Pablo aparece la intensidad de su pasión apostólica: su vínculo con el esclavo es tal que lo gana para el Evangelio, y no pudiendo retenerlo junto a sí a pesar de necesitarlo, lo envía de vuelta al amigo Filemón para que lo vuelva a acoger en su casa “no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido”. Esta breve afirmación destruye por completo la esclavitud: el apóstol no pide la abolición de la ley sino mucho más, la eliminación radical de la esclavitud para afirmar el primado absoluto de la “fraternidad”. Deberán pasar siglos para que esta recomendación de Pablo encuentre su realización legislativa en el mundo occidental. Por otro lado se trata de una revolución profunda que podríamos decir que daba sus primeros pasos a través de la nueva relación entre Filemón y Onésimo que pide el apóstol. Pablo le pide a Filemón que acoja al esclavo como si se tratara de él mismo: “Si me tienes como algo unido a ti, acógele como a mí mismo”. La memoria de Onésimo es oportuna para ayudarnos a abrir aún más los ojos ante la sociedad contemporánea, que todavía hoy está marcada gravemente por tantas esclavitudes. Ya no se trata de la esclavitud tradicional refrendada incluso por la ley. Pero en no pocos países del munto han nacido muchas otras formas de esclavitud que subyugan a hombres y mujeres, incluso niños, a la voluntad absoluta de amos violentos. Baste pensar en el drama del tráfico de seres humanos, el trabajo forzado al que se ven sometidos tantos emigrantes, a las modernas esclavitudes por motivos económicos o de orden sexual. Son heridas que aquejan a muchísimas personas en todo el mundo. La memoria de Onésimo, el esclavo que fue “salvado” por Pablo, sacude el torpor de tantos ante las innumerables formas de esclavitud moderna. Para nosotros los creyentes el compromiso del apóstol Pablo es una invitación apremiante a acoger la fuerza de la libertad del Evangelio, que pide salvaguardar la dignidad de todos, empezando por los más débiles, y también de los esclavos de hoy.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.