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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de santa Madre Teresa de Calcuta, que murió en 1997.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 5 de septiembre

Recuerdo de santa Madre Teresa de Calcuta, que murió en 1997.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 8,9-25

En la ciudad había ya de tiempo atrás un hombre llamado Simón que practicaba la magia y tenía atónito al pueblo de Samaria y decía que él era algo grande. Y todos, desde el menor hasta el mayor, le prestaban atención y decían: «Este es la Potencia de Dios llamada la Grande.» Le prestaban atención porque les había tenido atónitos por mucho tiempo con sus artes mágicas. Pero cuando creyeron a Felipe que anunciaba la Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo, empezaron a bautizarse hombres y mujeres. Hasta el mismo Simón creyó y, una vez bautizado, no se apartaba de Felipe; y estaba atónito al ver las señales y grandes milagros que se realizaban. Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo. Al ver Simón que mediante la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu, les ofreció dinero diciendo: «Dadme a mí también este poder para que reciba el Espíritu Santo aquel a quien yo imponga las manos.» Pedro le contestó: «Vaya tu dinero a la perdición y tú con él; pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero. En este asunto no tienes tú parte ni herencia, pues tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete, pues, de esa tu maldad y ruega al Señor, a ver si se te perdona ese pensamiento de tu corazón; porque veo que tú estás en hiel de amargura y en ataduras de iniquidad.» Simón respondió: «Rogad vosotros al Señor por mí, para que no venga sobre mí ninguna de esas cosas que habéis dicho.» Ellos, después de haber dado testimonio y haber predicado la Palabra del Señor, se volvieron a Jerusalén evangelizando muchos pueblos samaritanos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En la capital de Samaría había un mago llamado Simón que veía amenazado su trabajo por la acción de Felipe, que atraía a mucha gente. Sin embargo, se sintió también tan fascinado que terminó pidiendo el bautismo. Empezó a seguirle pensando que así averiguaría sus secretos con el objetivo de poderlos utilizar para su disfrute y sobre todo para su beneficio. Pero el Evangelio no se puede doblegar según los intereses particulares de cada uno, aunque sean nobles, y aún menos se puede subyugar a nuestro protagonismo. Simón el mago pensaba que el Evangelio, más que un don que hay que recibir con disponibilidad, era algo que se puede comprar y poseer para los intereses de uno. Así pues, se presentó ante Pedro, que había ido a Samaría con Juan para visitar y confirmar a aquella prometedora comunidad, y le dijo que pagaría la cantidad de dinero que fuera necesario para tener él también el mismo poder que ellos. Pedro se indignó y le dijo severamente: «Que tu dinero te sirva de perdición». El amor del Señor no se compra, es gratuito, del mismo modo que su fuerza y su poder. La compraventa no tiene espacio alguno en el campo de la fe y del amor. Esta página de los Hechos, en una sociedad como la nuestra, en la que las relaciones se caracterizan por el dar y el tener, demuestra claramente hasta qué punto la gratuidad del Evangelio es un tesoro impagable; sobre todo porque es para todos, y especialmente para los pobres, que, por otra parte, nunca podrían comprarlo. Todos podemos acoger el don del Evangelio y disfrutarlo. Es nuestra salvación y la salvación del mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.