ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 12 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 15,22-29

Entonces decidieron los apóstoles y presbíteros, de acuerdo con toda la Iglesia, elegir de entre ellos algunos hombres y enviarles a Antioquía con Pablo y Bernabé; y estos fueron Judas, llamado Barsabás, y Silas, que eran dirigentes entre los hermanos. Por su medio les enviaron esta carta: «Los apóstoles y los presbíteros hermanos, saludan a los hermanos venidos de la gentilidad que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia. Habiendo sabido que algunos de entre nosotros, sin mandato nuestro, os han perturbado con sus palabras, trastornando vuestros ánimos, hemos decidido de común acuerdo elegir algunos hombres y enviarlos donde vosotros, juntamente con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que son hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. Enviamos, pues, a Judas y Silas, quienes os expondrán esto mismo de viva voz: Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza. Haréis bien en guardaros de estas cosas. Adiós.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Al término de la primera asamblea general, celebrada en Jerusalén y en la que participaron también Pablo y Bernabé, los presentes aprobaron lo dicho por Santiago y redactaron el primer «decreto conciliar» que llevaron a la comunidad de Antioquía, donde la cuestión debatida había estallado con más virulencia. Se podría decir que aquel Concilio sancionó la diferencia entre judaísmo y cristianismo. Hasta aquel momento la comunidad cristiana era más un grupo dentro del judaísmo que una comunidad nueva. La asamblea de Jerusalén –guiada por el Espíritu– aclaraba que la salvación venía del Evangelio y no de las prácticas rituales. Por eso en la carta se escribe: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas». Desde entonces quedó clara la distinción entre cristianismo y judaísmo, aunque eso no significa que queda eliminada la intensa e imborrable relación entre las dos religiones. Se puede decir que una relación profunda y vital con el judaísmo forma parte de la misma identidad cristiana. No solo las raíces son comunes, sino que de algún modo también lo es la expectativa. Los judíos todavía esperan al Mesías. Los cristianos, en cambio, saben que el Mesías ya ha venido pero al mismo tiempo, esperan su segunda llegada, al final de los tiempos. Y en esta espera estamos unidos. Los cristianos saben que Jesús empezó el tiempo nuevo del reino de Dios: con su muerte y resurrección derrotó la muerte e inauguró el nuevo reino. Esta novedad es sin duda un don, pero también una responsabilidad para que cada uno de nosotros trabaje para transformar el mundo con la levadura del Evangelio. Y entre las responsabilidades que ahora emergen claramente está también la de luchar contra cualquier atisbo de antisemitismo. Por desgracia en el pasado no siempre fue así. Por eso es bueno mantener el diálogo y el encuentro «fraterno» con los judíos, con quien nos une una relación particular e indisoluble.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.