ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 3 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 20,25-31

«Y ahora yo sé que ya no volveréis a ver mi rostro ninguno de vosotros, entre quienes pasé predicando el Reino. Por esto os testifico en el día de hoy que yo estoy limpio de la sangre de todos, pues no me acobardé de anunciaros todo el designio de Dios. «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo. «Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y también que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos detrás de sí. Por tanto, vigilad y acordaos que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con el versículo 28 Pablo cambia el tono del discurso. Ya no habla de él y de su testimonio, sino de las responsabilidades que tienen los pastores para con la grey que se les ha confiado, la comunidad. Y para destacar la gravedad del tema empieza con una fuerte advertencia: «Tened cuidado de vosotros». El apóstol quiere poner en guardia a los pastores, pero también a todo creyente, porque todos tendremos que responder ante Dios mismo, más aún, ante la Trinidad, por nuestras negligencias con los demás. Tenemos que asumir con temor y escrúpulo la advertencia de Pablo: «Tened cuidado de vosotros». La salvación de cada uno de nosotros está asociada a la salvación de toda la comunidad. Evidentemente los pastores tienen una responsabilidad particular hacia el rebaño. Pero todos, cada uno a su manera, somos «pastores», es decir, responsables de la vida de los demás hermanos de la comunidad, y más aún, de toda la familia humana. El Espíritu Santo nos constituye a todos en «vigilantes» del rebaño, responsables de la vida de toda la comunidad eclesial, de toda la Iglesia, de todos los hombres. Todo creyente queda como desposeído de sí mismo, ya no se pertenece: es de Dios para el servicio a la Iglesia y al mundo. Se presenta ante nuestros ojos la figura de Jesús, el «buen pastor» que da la vida por sus ovejas. Jesús es el verdadero «obispo», aquel que vigila y cuida de todo el rebaño. Todos debemos imitarle. Dan que pensar estas palabras de Ignacio de Antioquía cuando encomendaba a los cristianos de Roma la Iglesia de Éfeso, de donde era obispo: «Acordaos en vuestra oración de la Iglesia de Siria, que en mi lugar tiene a Dios como pastor. Solo Jesucristo velará (episcopèsei) por ella, y vuestra caridad» (un estudioso, en lugar de «Jesucristo velará por ella» traduce: «Jesucristo será su obispo»). Jesús es el ideal del pastor. Todo creyente debe mirar a Jesús para ser también él «vigilante» de la «Iglesia de Dios» (v. 28). La expresión es solemne y subraya que los que forman parte de ella son «santos» porque han sido elegidos por Dios. La comunidad es de Dios, no nos pertenece; en todo caso, somos nosotros los que pertenecemos a ella. Pero el Señor nos ha hecho a todos vigilantes de la comunidad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.