ORACIÓN CADA DÍA

Oración de la Pascua
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración de la Pascua
Viernes 6 de abril


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 21,1-14

Después de esto, se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se manifestó de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: «Voy a pescar.» Le contestan ellos: «También nosotros vamos contigo.» Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis pescado?» Le contestaron: «No.» El les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.» La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: «Es el Señor», se puso el vestido - pues estaba desnudo - y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos. Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Díceles Jesús: «Traed algunos de los peces que acabáis de pescar.» Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Venid y comed.» Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres tú?», sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Esta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los Apóstoles, que habían abandonado sus redes para hacerse pescadores de hombres (Lc 5,10), vuelven a ser pescadores de peces. Ahora, cuando Jesús aparece, sin que le reconozcan, se repite la escena del comienzo. También esta vez han pescado en vano toda la noche. Es la experiencia de un trabajo sin frutos, la experiencia de pensamientos, de preocupaciones y de agitaciones que no tienen éxito. De hecho, sin la luz del Evangelio, es difícil obrar y dar frutos. Pero con Jesús que se acerca, surge el alba de un nuevo día. Ellos le ven pero no le reconocen, pues están muy resignados. De todos modos, a pesar del cansancio, obedecen a aquellas palabras. Pero quizá el instinto a escuchar el Evangelio (un instinto hermoso que procede de la costumbre de la escucha), les empuja a probar y a arrojar las redes al otro lado. La pesca es abundante, desmedida. En este momento reconocen al Señor. La eficacia del Evangelio les abre los ojos y el corazón. Quizá entienden mejor lo que Jesús les había dicho en el pasado: "Separados de mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Solo con el Señor es posible lo que parece imposible. El discípulo del amor se da cuenta. Es él quien reconoce al Señor y se lo dice enseguida a Pedro quien, movido por la alegría, se arroja al mar para alcanzar a nado a Jesús. En aquella orilla los discípulos reviven la comunión con el Maestro. Jesús ya ha preparado para ellos las brasas con el fuego y espera los peces recogidos en la pesca milagrosa. Es el banquete del Resucitado con los suyos. Las palabras del evangelista evocan las de la multiplicación de los panes y de la Eucaristía. En efecto es precisamente la celebración de la Liturgia Eucarística el lugar donde se construye la comunidad de los discípulos, el lugar de la multiplicación del amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.