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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de san Estanislao, obispo de Cracovia y mártir (†1079). Defendió a los pobres, la dignidad del hombre y la libertad de la Iglesia y del Evangelio. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 11 de abril

Recuerdo de san Estanislao, obispo de Cracovia y mártir (†1079). Defendió a los pobres, la dignidad del hombre y la libertad de la Iglesia y del Evangelio.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 3,16-21

Porque tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo
para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado;
pero el que no cree, ya está juzgado,
porque no ha creído
en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está
en que vino la luz al mundo,
y los hombres amaron más las tinieblas que la luz,
porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal
aborrece la luz y no va a la luz,
para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad,
va a la luz,
para que quede de manifiesto
que sus obras están hechas según Dios.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

"Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna". En esta frase de Jesús a Nicodemo está la síntesis del Evangelio de Juan. Jesús es el don del Padre a la humanidad, un don que brota de un amor sin límites. Tan grande es el deseo de Dios para que los hombres no se pierdan en la espiral del mal, que envía a su propio hijo para que sean liberados y salvados. En verdad, el envío del Hijo a la tierra por parte del Padre y el amor del Hijo por nosotros que llega hasta la muerte en cruz, muestran que el amor es don, es servicio, es disponibilidad para entregarse por completo por los demás. En este sentido Jesús explica a Nicodemo el motivo de su encarnación: "Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él". Jesús no quiere la condena del mundo, sino que ha venido precisamente para lo contrario, es decir, para salvar a los hombres del mal y de toda esclavitud, y el camino que se realiza para que esto suceda es el del amor: el amor de Dios por nosotros es, en consecuencia, la respuesta del hombre para acoger dicho amor. Esta es la fe. El creyente es el que acoge a Jesús como el enviado del Padre para salvarnos del mal y por tanto ya está salvado. La fe, y por tanto la salvación, consiste en acoger el amor, desmesurado y gratuito, de Jesús. Quien rechaza dicho amor es juzgado, no por Jesús sino por su propio rechazo porque se sustrae a la fuerza del amor que libera de la espiral del mal, rechaza la luz del amor de Dios para permanecer en la oscuridad del amor por sí mismo; y, por desgracia demasiado a menudo, los hombres prefieren la oscuridad de la vida violenta y cruel a la vida del amor, de la justicia, de la fraternidad. Las obras del mal aumentan la oscuridad dentro de los corazones de los hombres y en la vida entre la gente; y hay como una espiral diabólica que nos hace prisioneros. El que acoge la luz verdadera, que es Jesús y su Evangelio, es iluminado o envuelto en la luz del Evangelio; y cumplir las obras en Dios, significa vivir con el amor sin límites de Dios. Es el amor que necesitamos nosotros y el mundo. A los cristianos, en el comienzo de este nuevo milenio, les corresponde la fascinante y ardua tarea de globalizar el amor recibido del Señor. Él nos hace "hijos de la resurrección" y testigos de la eficacia liberadora de este amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.