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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 8 de junio

Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 19,31-35

Los judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado - porque aquel sábado era muy solemne - rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hoy la Iglesia celebra la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Aunque es una memoria litúrgica más bien reciente, tiene sus raíces en el mismo corazón del cristianismo. El prefacio de la Liturgia, como si quisiera mostrar su sentido profundo, nos invita a contemplar el misterio del amor de Jesús: «Colgado en la cruz, en su amor sin límites dio la vida por nosotros, y por la herida de su costado salió sangre y agua, símbolo de los sacramentos de la Iglesia, para que todos los hombres, atraídos hacia el corazón del Salvador, bebieran con alegría de la fuente perenne de la salvación». La Liturgia canta con el corazón de Jesús como fuente de salvación. Sí, aquel corazón de carne no quiso ahorrarse nada, se dio totalmente hasta la última gota de sangre para sacarnos de la esclavitud del maligno. Y de aquel amor continúa brotando sin interrupción el amor a lo largo de los siglos. Esta memoria litúrgica es una invitación que recibimos todos nosotros para que dirijamos nuestra atención al misterio de aquel corazón: un corazón de carne, no de piedra como muchas veces son los nuestros. De la compasión y de la conmoción de aquel corazón partió la vida pública de Jesús. Este pasaje evangélico de Juan nos ayuda a comprender la compasión de aquel corazón que se ha dejado traspasar por nuestra miseria, por nuestro pecado, por el abandono en el que estábamos. En una sociedad masificada como la nuestra, donde es fácil caer en el olvido y desaparecer en el anonimato, es realmente una buena noticia saber que el Señor nos conoce a cada uno de nosotros por nuestro nombre, y que nunca nos olvida. Es un corazón que se vacía de sí mismo para dar toda su vida por nuestra salvación. Eso es lo que significan las palabras «sangre y agua» que escribe el evangelista Juan. Es un amor -el de Jesús- que lo da todo y no se queda nada para sí mismo. La liturgia nos enseña ese corazón, un corazón que hoy sigue latiendo por nosotros, por cada uno de nosotros y por toda la humanidad. El apóstol Pablo nos lo recuerda para que seamos conscientes de ello: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.