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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo del martirio de san Juan Bautista, precursor del Señor. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 29 de agosto

Recuerdo del martirio de san Juan Bautista, precursor del Señor.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 6,17-29

Es que Herodes era el que había enviado a prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien Herodes se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te está permitido tener la mujer de tu hermano.» Herodías le aborrecía y quería matarle, pero no podía, pues Herodes temía a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo, y le protegía; y al oírle, quedaba muy perplejo, y le escuchaba con gusto. Y llegó el día oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea. Entró la hija de la misma Herodías, danzó, y gustó mucho a Herodes y a los comensales. El rey, entonces, dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré.» Y le juró: «Te daré lo que me pidas, hasta la mitad de mi reino.» Salió la muchacha y preguntó a su madre: «¿Qué voy a pedir?» Y ella le dijo: «La cabeza de Juan el Bautista.» Entrando al punto apresuradamente adonde estaba el rey, le pidió: «Quiero que ahora mismo me des, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista.» El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante mandó el rey a uno de su guardia, con orden de traerle la cabeza de Juan. Se fue y le decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Iglesia, desde tiempos antiguos, recuerda no solo el nacimiento del Bautista sino también el día de su muerte a manos de Herodes, que prefirió escuchar el capricho de una mujer de mal corazón antes que la palabra dura pero verdadera del profeta. Es el último, el mayor de los profetas, el que prepara la llegada del Mesías. El Bautista había predicado la justicia y la conversión del corazón. Y había entrado en el alma del rey. Por el contrario, Herodías se sentía cada vez más contrariada por la predicación del profeta y lo detestaba. Herodes por desgracia no continuó escuchando la palabra del profeta y aunque sentía temor, este no le hizo convertirse. Es la experiencia amarga del rechazo de la predicación que lleva inevitablemente a endurecer el corazón. Herodes, a pesar suyo, se dejó llevar por los acontecimientos, aunque fueran solo de naturaleza caprichosa, y se convirtió en homicida ordenando la decapitación del Bautista. Distinto era el comportamiento de aquellos que iban al Jordán para escuchar al Bautista: reconocían que eran pecadores y que necesitaban perdón, cambio y salvación. El testimonio de Juan -sucede lo mismo cada vez que se predica el Evangelio- prepara el corazón de quien escucha para acoger al Señor. Sucedió también con algunos de sus discípulos, que, tras haberle oído hablar de Jesús, se pusieron a seguirlo. No escuchar la voz del profeta, no reparar en sus palabras que exhortan o que corrigen, significa decapitar aquella palabra dejando sin eficacia su apremiante invitación a acoger al Señor. No vayamos a buscar al desierto una caña agitada por el viento, es decir, una de las tantas imágenes que miramos sin entender; tampoco busquemos a un hombre envuelto en elegantes vestidos, porque estos hombres están en los palacios de los reyes, como todas las seguridades del bienestar. Dejemos que nos interrogue aquel que nos hace ver al Señor presente en el mundo, porque es el hombre de la espera. Solo aquel que sabe esperar, solo aquel que despierta de su sueño reconoce la salvación presente.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.