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Recuerdo de todos aquellos que se han dormido en el Señor
Palabra de dios todos los dias

Recuerdo de todos aquellos que se han dormido en el Señor

Recuerdo de todos aquellos que se han dormido en el Señor. Recordamos en particular a aquellos difuntos que no son recordados por nadie y a todos aquellos que llevamos en nuestro corazón. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Recuerdo de todos aquellos que se han dormido en el Señor
Viernes 2 de noviembre

Recuerdo de todos aquellos que se han dormido en el Señor. Recordamos en particular a aquellos difuntos que no son recordados por nadie y a todos aquellos que llevamos en nuestro corazón.


Primera Lectura

Isaías 25,6.7-9

Hará Yahveh Sebaot
a todos los pueblos en este monte
un convite de manjares frescos, convite de buenos
vinos:
manjares de tuétanos, vinos depurados; consumirá en este monte
el velo que cubre a todos los pueblos
y la cobertura que cubre a todos los gentes; consumirá a la Muerte definitivamente.
Enjugará el Señor Yahveh
las lágrimas de todos los rostros,
y quitará el oprobio de su pueblo
de sobre toda la tierra,
porque Yahveh ha hablado. Se dirá aquel día: "Ahí tenéis a nuestro Dios:
esperamos que nos salve;
éste es Yahveh en quien esperábamos;
nos regocijamos y nos alegramos
por su salvación."

Salmo responsorial

Salmo 24 (25)

A ti, Yahveh, levanto mi alma,

oh Dios mío.
En ti confío, ¡no sea confundido,
no triunfen de mí mis enemigos!

No hay confusión para el que espera en ti,
confusión sólo para el que traiciona sin motivo.

Muéstrame tus caminos, Yahveh,
enséñame tus sendas.

Guíame en tu verdad, enséñame,
que tú eres el Dios de mi salvación.
(Vau) En ti estoy esperando todo el día,

Acuérdate, Yahveh, de tu ternura,
y de tu amor, que son de siempre.

De los pecados de mi juventud no te acuerdes,
pero según tu amor, acuérdate de mí.
por tu bondad, Yahveh.

Bueno y recto es Yahveh;
por eso muestra a los pecadores el camino;

conduce en la justicia a los humildes,
y a los pobres enseña su sendero.

Todas las sendas de Yahveh son amor y verdad
para quien guarda su alianza y sus dictámenes.

Por tu nombre, oh Yahveh,
perdona mi culpa, porque es grande.

Si hay un hombre que tema a Yahveh,
él le indica el camino a seguir;

su alma mora en la felicidad,
y su estirpe poseerá la tierra.

El secreto de Yahveh es para quienes le temen,
su alianza, para darles cordura.

Mis ojos están fijos en Yahveh,
que él sacará mis pies del cepo.

Vuélvete a mí, tenme piedad,
que estoy solo y desdichado.

Alivia los ahogos de mi corazón,
hazme salir de mis angustias.

Ve mi aflicción y mi penar,
quita todos mis pecados.

Mira cuántos son mis enemigos,
cuán violento el odio que me tienen.

Guarda mi alma, líbrame,
no quede confundido, cuando en ti me cobijo.

Inocencia y rectitud me amparen,
que en ti espero, Yahveh.

Redime, oh Dios, a Israel
de todas sus angustias.

Segunda Lectura

Romanos 8,14-23

En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados. Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 25,31-46

«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme." Entonces los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?" Y el Rey les dirá: "En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis." Entonces dirá también a los de su izquierda: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis." Entonces dirán también éstos: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?" Y él entonces les responderá: "En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo." E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

El apóstol Pablo nos invita a mirar el futuro reservado para los hijos de Dios: «Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros». El recuerdo que hacemos hoy abre ante nuestros ojos un resquicio de esta «gloria» futura. Para los que estamos aquí, esta gloria deberá venir; sin embargo, para los muertos que han creído en el Señor, ya ha sido revelada. Ellos habitan en aquel monte alto donde el Señor ha preparado un banquete para todos los pueblos. Es verdad que hay una separación entre nosotros y ellos. La comunión con nuestros difuntos se basa en el misterio del amor de Dios que reúne a todos y los sostiene a todos. La unión con nuestros difuntos se basa en la Liturgia del domingo, si se me permite. En la Liturgia construimos entre todos un vínculo indestructible. Y ese vínculo es el amor del Señor. Ese amor es la sustancia de la vida. Todo pasa, incluso la fe y la esperanza, pero el amor no pasa.
Eso es lo que nos dice el Señor Jesús en el pasaje evangélico que hemos escuchado. Sí, lo único que cuenta en la vida es el amor; lo único que queda de todo lo que hemos dicho y hecho, pensado y programado, es el amor. Y el amor siempre es grande; aunque se manifieste en gestos pequeños como un vaso de agua, un trozo de pan, una visita, una palabra de consuelo o una mano que estrecha otra mano. El amor es grande, es fuerte, es irresistible porque siempre es una chispa de Dios que prende y salva la tierra. Bienaventurados seremos nosotros si seguimos las palabras del Evangelio que hemos escuchado. Al término de nuestros días oiremos: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo», y nuestra alegría será completa.
Hoy estas palabras se dirigen también a nosotros. Y nos unen con aquellos que ya están en el cielo. Es más, diría que el cielo empieza cada vez que se produce el amor, cada vez que un pobre es ayudado. Sí, el cielo, al igual que el infierno, empiezan ya en la tierra. Nosotros empezamos a construir el infierno o el paraíso. Los ladrillos que construyen el Paraíso -los únicos que resisten la destrucción de la muerte- son los gestos de amor y de misericordia: es aquel vaso de agua, aquel trozo de pan, aquella visita a quien está enfermo o en la cárcel, aquella palabra buena dicha a quien está triste, aquella mano tendida a quien lo necesita, aquella sonrisa a quien está cansado. A nuestros ojos estos gestos parecen pequeños e insignificantes; a ojos de Dios son eternos. Sí, el amor siempre es más fuerte que la muerte. Amémonos unos a otros y el Paraíso empezará ya en esta tierra.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.