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Memoria de la Iglesia
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Recuerdo de los santos Addai y Mari, fundadores de la Iglesia caldea. Oración por los cristianos de Irak. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 28 de mayo

Recuerdo de los santos Addai y Mari, fundadores de la Iglesia caldea. Oración por los cristianos de Irak.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 22,30; 23,6-11

Al día siguiente, queriendo averiguar con certeza de qué le acusaban los judíos, le sacó de la cárcel y mandó que se reunieran los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín; hizo bajar a Pablo y le puso ante ellos. Pablo, dándose cuenta de que una parte eran saduceos y la otra fariseos, gritó en medio del Sanedrín: «Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos; por esperar la resurrección de los muertos se me juzga.» Al decir él esto, se produjo un altercado entre fariseos y saduceos y la asamblea se dividió. Porque los saduceos dicen que no hay resurrección, ni ángel, ni espíritu; mientras que los fariseos profesan todo eso. Se levantó, pues, un gran griterío. Se pusieron en pie algunos escribas del partido de los fariseos y se oponían diciendo: «Nosotros no hallamos nada malo en este hombre. ¿Y si acaso le habló algún espíritu o un ángel?» Como el altercado iba creciendo, temió el tribuno que Pablo fuese despedazado por ellos y mandó a la tropa que bajase, que le arrancase de entre ellos y le llevase al cuartel. A la noche siguiente se le apareció el Señor y le dijo: «¡Animo!, pues como has dado testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo, liberado de las cadenas, es llevado ante el Sanedrín para que se esclarezca el motivo de su culpa. El apóstol "miró fijamente" a todos y, sabiendo que contaba con la ayuda del Señor, se dirige a los jefes del pueblo llamándolos "hermanos". Así demuestra que él es el "verdadero" judío y, por tanto, los cristianos son los verdaderos herederos del judaísmo. Intenta resumir lo que ya había dicho en su apología (22,1-21) subrayando que se ha "portado con entera buena conciencia" ante Dios. El sumo sacerdote considera una desfachatez esa respuesta y ordena que le golpeen en la boca, repitiendo así, casi literalmente, la escena del proceso contra Jesús. Pablo, que conoce las diferencias entre saduceos y fariseos, suscita el debate sobre su fe en la resurrección de los muertos. Este argumento de Pablo provoca un alboroto entre los distintos grupos y uno de los presentes dice en favor del apóstol lo que se había dicho también sobre Jesús: "No encontramos nada malo en este hombre". Al ver que el altercado va creciendo, el tribuno considera oportuno volver a encerrar a Pablo en la celda porque teme que sea linchado. Por la noche Pablo siente que el Señor va a visitarle y le anuncia la misión de predicar el Evangelio hasta Roma: "¡Ánimo!, pues del mismo modo que has hablado de mí en Jerusalén, deberás hacerlo en Roma". El "camino" de Pablo ya está marcado claramente: "deberás" -le dice Jesús- predicar el Evangelio en Roma. En esta escena vemos que el Sanedrín queda atrapado en sus disputas, mientras que el apóstol recibe del Señor mismo la indicación de ir más allá: de Jerusalén a Roma. Es una indicación preciosa para aquellos que corren el peligro de detenerse en disputas internas y pierden de vista la obediencia a la Palabra siempre nueva del Señor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.