ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 17 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Corintios 15,1-11

Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo. Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo. Pues bien, tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol hasta ahora ha querido poner orden en la comunidad de Corinto: ha resuelto algunas cuestiones morales y ha dispuesto algunas reglas de comportamiento incluso en las asambleas litúrgicas. Ahora afronta el misterio central de la fe que es también el corazón de la celebración litúrgica, a la que el apóstol presta en esta carta una particular atención: el misterio de la resurrección de Jesús. Es el corazón del Evangelio que Pablo anunció: "Hermanos, quiero traeros a la memoria el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el que permanecéis firmes". Pero el apóstol advierte: "si lo guardáis tal como os lo prediqué". La fe cristiana es, también en su contenido, un don que se recibe. Su centro es la resurrección de Jesús con su cuerpo. El apóstol carga con vehemencia contra quien afirma que "no hay resurrección de los muertos", pues de ser así tampoco Jesús habría resucitado y, por consiguiente, serían vanos tanto el Evangelio como la fe. Pero eso es, precisamente, la salvación: Jesús resucitó de los muertos y se convirtió en el primogénito, la "primicia de los que murieron", es decir, el primero de los hijos de Dios que se despierta a la vida y que alcanza la plena salvación. Jesús la anticipó a los discípulos cuando, después de la Pascua, estuvo con ellos durante cuarenta días. Primero se apareció a los Doce y luego, una sola vez, a más de quinientos hermanos, de los que -destaca Pablo- "la mayor parte viven". Los discípulos pudieron ver con sus propios ojos que Jesús, que había sido crucificado, había resucitado y había derrotado a la muerte. Los discípulos de Jesús, los discípulos de todos los tiempos, incluidos nosotros, caminamos hacia el cumplimiento de la resurrección que llegará al final de los tiempos cuando Dios será todo en todos. Es el misterio que celebramos cada domingo en la Eucaristía. La Iglesia, después de la consagración, nos hace decir: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.