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Miércoles de ceniza
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Miércoles de ceniza

Miércoles de Ceniza
Recuerdo de los santos Cirilo (+869) y Metodio (+885), padres de las Iglesias Eslavas y patrones de Europa.
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Libretto DEL GIORNO
Miércoles de ceniza
Miércoles 14 de febrero

Miércoles de Ceniza
Recuerdo de los santos Cirilo (+869) y Metodio (+885), padres de las Iglesias Eslavas y patrones de Europa.


Lectura del Evangelio

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Mateo 6,1-6.16-18

«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. «Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. «Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Homilía

La Cuaresma, un tiempo cargado de historia, parece vaciarse cada vez más de sentido en un mundo distraído. La Liturgia nos transmite la invitación apasionada de Dios: "Volved a mí de todo corazón, con ayuno, con llantos y con duelo" (Jl 2, 12). El profeta Joel, preocupado por la insensibilidad del pueblo de Israel, añade: "Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved al Señor, vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, lento a la cólera, rico en amor, y se retracta de las amenazas" (Jl 2, 13). La Cuaresma es el tiempo oportuno para volver a Dios, y comprender de nuevo el sentido mismo de la vida. El Señor nos espera, y está dispuesto incluso a cambiar su decisión, retractándose del mal con el que amenazaba para salvarnos.
La Liturgia sale a nuestro encuentro con el antiguo signo de la ceniza. La ceniza, puesta sobre la cabeza y acompañada de la expresión bíblica "Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás", indica ciertamente penitencia y petición de perdón, pero sobre todo muestra una cosa simple y clara: todos somos polvo, es decir, marcados por la debilidad. El hombre que se yergue y se siente poderoso (y cada uno de nosotros tiene sus propias formas de erguirse y sentirse poderoso), mañana ya no es nada. Todos somos polvo, y la ceniza sobre la cabeza nos lo recuerda. Pero no se nos pone en la cabeza para asustarnos, sólo quiere recordarnos que la fragilidad es una dimensión que nos marca profundamente, aunque tratemos continuamente de rehuirla. Hay un sentido liberador en el no tener que fingir siempre ser fuertes, sin mancha ni contradicción. La verdadera fuerza está en ser consciente de la propia debilidad, y en mantener vivo el sentido de humildad y mansedumbre: "Los mansos -afirma Jesús- poseerán en herencia la tierra" (Mt 5, 5).
El signo de la ceniza es actual como nunca; es un signo austero, como lo es el tiempo de Cuaresma, que se nos da para ayudarnos a vivir mejor y para hacernos comprender lo grande que es el amor de Dios, que ha decidido unirse a gente débil y frágil como nosotros. Y a nosotros nos ha confiado su gran don de la paz para que la vivamos, la custodiemos, la defendamos, la construyamos. En demasiadas partes del mundo se malgasta la paz, mientras crece el sufrimiento de tantos pueblos. Son precisamente el celo y la compasión del Señor los que nos constituyen en "embajadores de Cristo", como escribe Pablo a los Corintios. El Señor ha tomado el polvo que somos para hacernos "embajadores" de paz y de reconciliación.
En este tiempo se nos pide vigilar, para que las conciencias no cedan a la tentación del egoísmo, la mentira y la violencia. El ayuno y la oración nos hacen centinelas atentos y vigilantes para que no venza el sueño de la resignación, que nos hace considerar las guerras como inevitables; para que no nos adormezcamos ante el mal que continúa oprimiendo al mundo; para que sea derrotado el sueño del realismo perezoso que hace replegarse sobre uno mismo. En el Evangelio de este día Jesús mismo exhorta a los discípulos a ayunar y a rezar para despojarnos de toda soberbia y arrogancia, y disponernos con la oración a recibir los dones de Dios. Nuestras fuerzas no bastan por sí solas para alejar el mal; necesitamos invocar la ayuda del Señor, el único capaz de dar a los hombres esa paz que ellos mismos no saben darse.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.