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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XIV del tiempo ordinario
Recuerdo de Floribert Bwuana Chui, joven congoleño de la Comunidad de Sant'Egidio asesinado en 2007 por unos desconocidos en Goma porque se opuso a un intento de corrupción.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 8 de julio

XIV del tiempo ordinario
Recuerdo de Floribert Bwuana Chui, joven congoleño de la Comunidad de Sant'Egidio asesinado en 2007 por unos desconocidos en Goma porque se opuso a un intento de corrupción.


Primera Lectura

Ezequiel 2,2-5

El espíritu entró en mí como se me había dicho y me hizo tenerme en pie; y oí al que me hablaba. Me dijo: "Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a la nación de los rebeldes, que se han rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han sido contumaces hasta este mismo día. Los hijos tienen la cabeza dura y el corazón empedernido; hacia ellos te envío para decirles: Así dice el señor Yahveh. Y ellos, escuchen o no escuchen, ya que son una casa de rebeldía, sabrán que hay un profeta en medio de ellos.

Salmo responsorial

Salmo 123 (124)

A ti levanto mis ojos,
tú que habitas en el cielo;

míralos, como los ojos de los siervos
en la mano de sus amos.
Como los ojos de la sierva
en la mano de su señora,
así nuestros ojos en Yahveh nuestro Dios,
hasta que se apiade de nosotros.

¡Ten piedad de nosotros, Yahveh, ten piedad de nosotros,
que estamos saturados de desprecio!

¡Nuestra alma está por demás saturada
del sarcasmo de los satisfechos,
(¡El desprecio es para los soberbios!)

Segunda Lectura

Segunda Corintios 12,7-10

Y por eso, para que no me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría. Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí. Pero él me dijo: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza». Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 6,1-6

Salió de allí y vino a su patria, y sus discípulos le siguen. Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: «¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, Joset, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?» Y se escandalizaban a causa de él. Jesús les dijo: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio.» Y no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se maravilló de su falta de fe. Y recorría los pueblos del contorno enseñando.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

El Evangelio de este domingo nos sitúa de nuevo con Jesús en Nazaret. Su fama se había difundido ya por Galilea y por Judea, de modo que muchos ciudadanos de Nazaret fueron a la sinagoga a escucharlo. Todos quedaron maravillados por sus palabras. Y se hacían la pregunta adecuada, la que debería abrir a la fe: «¿De dónde le viene esto?». Los habitantes de Nazaret, que esperaban que su conciudadano hiciera gestos prodigiosos, no fueron más allá del carácter ordinario de su presencia. La familia de Jesús era una familia normal, ni rica ni pobre. Tampoco parece que gozara de una estima especial por parte de los ciudadanos de Nazaret. Para los nazarenos Jesús no tenía nada en absoluto que pudiera distinguirle de ellos. «Y se escandalizaban a causa de él», añade el evangelista. ¿Por qué? Los habitantes de Nazaret no soportaban que un hombre como ellos pudiera tener autoridad sobre ellos, es decir, que pretendiera en nombre de Dios que cambiaran su vida, su corazón y sus sentimientos. Y ese es el escándalo de la encarnación: Dios actúa a través del hombre, con toda la pequeñez y la debilidad de la carne; Dios no se sirve de gente fuera de lo común, sino de personas corrientes; no se presenta con prodigios, sino más bien con la simple palabra evangélica y con los gestos concretos de la caridad.
Sabemos que la mentalidad común (de la que somos todos hijos) no es muy receptiva a esta lógica evangélica. Jesús lo experimenta personalmente en Nazaret. Y con amargura afirma: «Un profeta solo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio». Si el libro de los Evangelios pudiera hablar, sin duda lamentaría la soledad a la que a menudo se ve relegado; y podría acusarnos a nosotros, «los de casa», por todas las veces que lo dejamos al margen de la vida y lo hacemos callar para que no hable y no actúe. Los hombres de Dios, los profetas, lo saben bien. Y Ezequiel oyó preanunciar el mismo drama: «Te envío a los israelitas, nación rebelde, que se han rebelado contra mí». También ellos, como Jesús, constatan a menudo el fracaso de su palabra. Pero el Señor añade: «Escuchen o no escuchen, ya que son casa rebelde, sabrán que había un profeta en medio de ellos».
Quien se comporta como los habitantes de Nazaret, es decir, quien no acepta la autoridad de Jesús sobre su vida, impide que el Señor obre. Está escrito que en Nazaret Jesús no pudo hacer milagros; no es que no quisiera, es que «no pudo». Sus conciudadanos querían que hiciera algún milagro, pero no entendieron que no se trataba de hacer prodigios o magia al servicio de su propia fama. El milagro es la respuesta de Dios a aquel que tiende la mano y pide ayuda. Nadie de ellos tendió la mano. Más bien todos presentaron sus exigencias. No es ese, el camino para encontrar al Señor. Dios no escucha al orgulloso. Más bien dirige su mirada hacia el humilde y el pobre, hacia el enfermo y el necesitado. En Nazaret, de hecho, Jesús solo pudo curar a algunos enfermos, precisamente los que invocaban ayuda mientras pasaba. Dichosos seremos nosotros si nos distanciamos de la mentalidad de los nazarenos y nos ponemos junto a aquellos enfermos que estaban fuera y pedían ayuda al joven profeta que pasaba.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.