Homilía de monseñor Paglia y saludo de Marco Impagliazzo en el funeral de Jaime Aguilar. Basílica de Santa María de Trastevere

Homilía de monseñor Vincenzo Paglia y saludo de Marco Impagliazzo en el funeral de Jaime Aguilar

2 Corintios 4,13-18
Juan 19,25-27

Monseñor Vincenzo Paglia:

Queridas hermanas y queridos hermanos,
esta mañana nos reunimos alrededor del altar de esta basílica de Santa María de Trastevere para dar nuestro último adiós a Jaime y entregarlo a las manos buenas y misericordiosas del Padre que está en los cielos. En los últimos meses de su vida esta basílica se había convertido en su casa. "He vuelto a casa ―decía―; aquí crecí y aprendí a amar la Palabra de Dios y a los pobres, esta es mi casa". Y con gratitud por el cariño que lo rodeaba y con la esperanza que tenía en el corazón, afirmaba: "Roma es curativa". Y añadía: "Este viaje a Roma, para mí, más que un viaje de curación física, es un viaje de verdadera curación espiritual".
Y nosotros hoy le confiamos al Señor a su hijo, un hermano nuestro que ha crecido en la fe y en el testimonio evangélico. Y podemos aplicarle a él las palabras del apóstol: Aunque nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando día a día. En efecto, la leve tribulación ―para él no fue tan leve― de un momento nos proporciona un desmesurado y rebosante caudal de gloria eterna.
Y hoy, que su peregrinación en la tierra ha terminado, esta basílica le abre las puertas por última vez, y la fe nos sostiene a todos en la esperanza de que el Señor le concederá la gloria eterna. Con esta esperanza abrazamos a Jaime con la oración, con el cariño, para que pueda ver cara a cara a su Señor.
El Evangelio que hemos escuchado ilumina de manera hermosa los últimos meses de vida de Jaime, y podemos decir que los vivió junto a la cruz. Pero en aquel confiar, confiar la madre al hijo y el hijo a la madre, en aquel confiar junto a la cruz, podemos ver la belleza y la fuerza de los meses que vivió aquí, en Roma. Vivió realmente crucificado por la enfermedad, pero con una confianza recíproca, hermosa, santa.
Fueron meses de gracia. Jaime sintió el amor de hermanos y hermanas, que lo rodearon de cuidados y de cariño como una madre. Un amor que tiene raíces antiguas. Podríamos decir que nacieron precisamente en esta basílica, cuando en el lejano 24 de marzo de 1982 la Comunidad empezó la celebración del recuerdo de monseñor Romero, convencida de que el testimonio de aquel hijo y padre de aquel país era un don precioso para nosotros, para la Iglesia y para el mundo.
Desde aquel día, brotó una fuente de amor por aquel pequeño país y sus hijos, y Jaime fue uno de los primeros de aquel país que vino a Roma. Y tenía razón cuando decía: "Sin Romero no existiría, aquí en El Salvador, esta hermosa Comunidad". Fue la primera Comunidad de Sant'Egidio fuera de Europa.
El Señor guió los pasos y el corazón de la Comunidad hacia aquel pequeño país, del que llegaba un testimonio grande de amor por los pobres. Y recuerdo con emoción la alegría de todo el pueblo salvadoreño y de Jaime el día de la beatificación de Romero en San Salvador.
Jaime sabía bien que había que seguir el ejemplo de monseñor Romero, y sin duda estará feliz ahora de poderle encontrar en el cielo. Y comprendía aún más la necesidad de que todos, como decía él, todos se implicaran en el amor por los pobres que la Comunidad había comprendido y había empezado también con los pobres de la periferia de la capital y en los pueblos más aislados de aquel pequeño país.
Recordamos su dedicación para ayudar a los habitantes del pueblo de La Herradura, destruido por completo a causa del huracán Mitch en 1998. Jaime trabajó sin descanso para reconstruir las casas y empezó los apadrinamientos, que permitieron que cientos de niños siguieran estudiando. Algunos de ellos se graduaron, y siguen dando gracias a Jaime por su generosidad; quizás muchos de ellos, están participando remotamente en esta celebración.
Su trabajo por la paz fue constante. Se sentía hijo de aquel país herido por la violencia, por la amenaza de las armas, a las que contraponía la fuerza del Evangelio, intentando rescatar a los que, por una gran injusticia, eran absorbidos por la espiral de la violencia.
Estaba preocupado por el crecimiento de las maras y por la participación de muchos jóvenes en actos violentos. El testimonio de William, que se opuso firmemente a la cultura de la violencia, marcó profundamente el alma de Jaime y desde aquel momento intensificó la ayuda a los jóvenes, que terminaban en cárceles de menores.
La gravedad de su enfermedad, que le llegó veladamente, se diagnosticó demasiado tarde y lo debilitó en gran manera. La Comunidad y su familia estuvieron a su lado para sostenerlo en este momento difícil, también ante la falta de tratamientos adecuados en El Salvador.
El año pasado vino a Roma esperando poder recibir nuevos tratamientos, y esperando curarse. Han sido meses de crecimiento en el amor. Gracias a la vida fraterna Jaime encontró una fuerza nueva de vida y también una alegría nueva. Era feliz estando en la oración, aquí, por la tarde; era feliz de participar en la liturgia del sábado por la tarde. Esta mañana, de algún modo, la anticipamos para que él pueda celebrarla en el cielo, junto a todos los amigos.
Era feliz por el servicio en la Casa de la Amistad, aquí, en Trastevere, donde con su carisma y su simpatía se convirtió en un referente especialmente para los refugiados latinoamericanos. Incluso se había matriculado en el curso de Interculturalidad y Cohesión Social, en el San Gallicano.
Quería vivir, gastar su vida hasta el final y mantuvo siempre en estos meses una gran esperanza y una gran serenidad, una gran alegría. Andrea, el lunes pasado, nos recordó el por qué de esta alegría suya y de este gozo en pleno sufrimiento. Una alegría sorprendente, que hacía que no fuera un peso para los demás, incluso cuando tenía motivos para quejarse.
La razón de su alegría estaba en su fe, en su conciencia, que se formó primero en la acción generosa y creativa, luego en la soledad y en la reflexión, y por último en el sufrimiento, siempre con la amistad y con la lectura de la Biblia, que cada día lo acompañaba, porque la tenía a su lado.
En las últimas semanas, cuando la lucha contra la enfermedad se había recrudecido, Jaime pasó muchas horas hablando por teléfono, llamando a viejos amigos de la Comunidad de otros países, países de Europa, de América Latina, de Bélgica, de Francia, de Italia, de África... como exhortándonos a todos a no olvidarle. Él no nos olvidaba.
Hoy la Comunidad, todos, entristecidos y dolidos por su muerte que nos lo ha arrebatado demasiado pronto, le entregamos al Señor a este hijo nuestro. La escena del mosaico del ábside, que tantas veces había visto Jaime, y que narra la muerte de María, parece que inscriba en el cielo esta celebración nuestra.
Mientras compartimos nuestro afecto, saludamos al hermano de Jaime, Vladimir, que está aquí con nosotros y que estaba muy unido a Jaime. Estamos todos a su alrededor, como los apóstoles alrededor de María, con Jesús que toma por la mano su alma y la lleva consigo a la gloria.
El apóstol asegura: Quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante él junto con ustedes. En esta muerte hay un nosotros que no desaparece. Esta muerte, que es una herida muy dolorosa, no separa a Jaime de nosotros.
El gran patriarca Atenágoras solía decir que nuestros muertos viven en la iglesia donde vivieron. Jaime seguirá viviendo aquí con nosotros, junto a los santos de esta basílica, a nuestros amigos y amigas que desde aquí han subido al cielo.
Y por eso sentimos lo hermosas que son las palabras del apóstol: "Todo esto nos ayuda a no desfallecer. Además, nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando día a día". Este es el testimonio que Jaime nos deja a todos: hacer que crezca nuestro hombre interior día a día.
Él está delante de nosotros y nos muestra el camino alto, el del cielo. Y a su llegada estará el Señor, que le abrirá las puertas para que entre y se abrazarán, esta vez, cara a cara. Y nos gusta imaginar a la madre de Dios que se acerca, para abrazar también a este hijo suyo. Y podemos ver también a William, a los hermanos y hermanas de la Comunidad, a los pobres a los que él ha ayudado. Todos le esperan, para que Jaime participe en aquel desmesurado y rebosante caudal de gloria eterna que el Señor da a sus hijos.
Que el recuerdo de Jaime sea una bendición para nosotros, para todas nuestras comunidades, para la Comunidad de El Salvador. Y pidámosle a él que se acuerde de rezar por nosotros ante el trono de Dios.

Saludo de Marco Impagliazzo
Quisiera interpretar el sentimiento de nuestra Comunidad hacia Jaime, saludando con gran cariño a su hermano Vladimir, a su madre y a su padre, a su esposa Patricia, a las hijas, Sofía, Graciela y Camila, quizás la más amada.
Jaime, como se ha dicho, es un hijo queridísimo de esta Comunidad, y en él saludamos a un cristiano de la periferia del mundo, de este pequeño, gran país que es El Salvador. Un cristiano que entró en el corazón de muchas personas de su país, aquí en Roma, y en muchos otros lugares del mundo donde viven nuestras comunidades. Así lo demuestra la presencia del obispo Vincenzo, del obispo Giuseppe, de muchos sacerdotes y de muchos hermanos también de otras comunidades que están aquí con nosotros o que nos siguen en esta liturgia.
Pero también fue un padre para muchos niños del Bambular, de las familias de La Herradura, de los ancianos del asilo de San Salvador, de muchas personas pequeñas y pobres que hoy lo presentan al Señor. Y se reúne con su hermano William, con su hermano Ellard, al que visitó en Malaui, a Marilena y a muchos otros de nosotros.
En el amor de Dios nadie queda olvidado, nadie es último, nadie es periférico. Y este hombre de la periferia, con su vida y con su lucha por la vida, nos habla a todos nosotros. Hemos dicho que Jaime ha sido un hijo amado, un hijo de esta Comunidad y como hijo confió en el amor de esta Comunidad toda su vida, desde aquel lejano 1987, y luego confió en el cuidado de esta Comunidad en la última parte de su vida, la más dolorosa físicamente.

Es una actitud confiada y filial que nos ha llegado al corazón, nos ha emocionado y nos ha sorprendido. Es la actitud del cristiano, del hombre de fe que confía en el Padre y en la madre. “Si no cambian y se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los Cielos”, dice Jesús.
Esta maternidad de la Comunidad la sentimos en esta historia en toda su fuerza y dulzura. No voy ahora a hacer un perfil de Jaime. Todos lo conocemos, lo han conocido, tienen muchas cosas de él en el corazón, en la cabeza. Pero quisiera decir que es un hombre que no enterró el talento. Tenía muchos talentos que el Señor le dio y él los hizo fructificar.
Por eso quiero dar gracias al Señor, por esta larga amistad que vive desde el 87 y por un santo que la ha guiado y custodiado, el obispo Óscar Arnulfo Romero, que nos ha unido, que hizo que nos conociéramos y que camináramos juntos. ¡Qué feliz era Jaime el día de la canonización de Romero!
Romero hablaba de fortaleza. Tras el difícil momento del asesinato de su amigo Rutilio Grande, Romero comprendió que tenía una fortaleza que debía gastar. Y Jaime, en la debilidad de su enfermedad, tuvo la gracia de vivir aquella fortaleza espiritual, fuerza interior que viene del Espíritu Santo, que le permitió afrontar como hijo esta última etapa de su vida.
Pero su vida fue grande de muchos modos y en muchos sentidos. La vida de un gran periférico llevado al corazón de la Comunidad gracias a una historia muy hermosa, constelada de amistad con los pobres. Jaime tenía un gran sentido del trabajo y era un gran trabajador; también tenía un gran sentido de la familia. ¡Cuánto amaba a su familia!
Decía monseñor Romero: "Todo lo que reguemos en el mundo en justicia, en paz, en palabras de amor, en llamamientos a la cordura, todo eso lo encontraremos transfigurado en la belleza de nuestra recompensa eterna. Desde su resurrección Dios nos está diciendo que el cristiano es habitante de la eternidad, que va peregrinando en esta tierra, trabajándola, porque le tiene que dar cuenta a Dios, pero que su patria definitiva es allá donde Cristo vive para siempre, y donde seremos felices con él. Nadie ―decía Romero― tiene la fuerza de un cristiano cuando tiene fe en Cristo que vive y es energía de Dios".
Demos gracias al Señor, porque llenó de una gran energía la vida de Jaime, que aún hoy, a pesar de que esté encerrada en un ataúd, sigue hablándonos a todos.