Violencia: Sant'Egidio es el ideal de paz

Violencia: Sant'Egidio es el ideal de paz

 

Violencia

La violencia es la esencia de la historia de la humanidad. Porque el poder es el atributo fundacional de las instituciones. Y el poder se basa en la capacidad de ejercer la violencia, ya sea coercitiva o simbólica, por intimidación. Aunque esta intimidación esté reglada por las instituciones que cristalizaron las relaciones de poder. O bien, y esto es esencial, por compromisos alcanzados entre diferentes actores, valores e intereses que llegaron a un acuerdo, siempre frágil, sobre los límites del ejercicio del poder.

La filosofía política lleva siglos debatiendo sobre el dilema fundamental de la capacidad de nuestra especie de coexistir en su diversidad. Y en último término todo gira en torno a las fuentes del poder –en cuya búsqueda confluyen tecnología, economía, pensamiento, religión– y a las formas de limitar el monopolio de ese poder para evitar el paroxismo de la autodestrucción. Pero siempre hay un reconocimiento implícito de la violencia como fuente de cualquier poder, legítimo o ilegítimo. Y mientras eso sea así, la violencia, desde sus manifestaciones callejeras hasta el holocausto nuclear o bacteriológico, será el trasfondo de nuestra existencia colectiva. A eso no escapan las religiones, casi siempre espurias en su relación con el poder y la manipulación de las mentes. Cierto, si pienso en el catolicismo en el que me crié, en la Comunidad de San Egidio encuentro el ideal de paz. Pero si pienso en la historia de la Iglesia católica en su conjunto, sin necesidad de remontarnos a la Inquisición, pura violencia torturadora cuyo aparato heredero aún sobrevive institucionalmente en el Vaticano, la amenaza de violencia impune estuvo siempre presente.

 
 
 
 
 

La paz es revolucionaria, y sus armas son la verdad y el ejemplo; fue eso
lo que cambió la historia

 

Por eso, el único principio de comportamiento auténticamente revolucionario es la no violencia. Sin excepciones. No hay violencia justa, como no hay guerra justa. La práctica de la violencia siempre genera otra violencia simétrica y generalmente desproporcionada, porque la experiencia va directamente al cerebro, donde la relación entre miedo y agresividad hace su trabajo destructivo en la tormenta de emociones desencadenadas. Y de hecho, la violencia nunca gana, aunque lo parezca. Porque la materialidad del poder conquistado se revuelve contra los triunfadores. Las revoluciones devoran a sus propios hijos. Lo cual no quiere decir que los progresos de la humanidad hayan discurrido por cauces tranquilos e institucionales. Más bien lo contrario, es cierto. Sin luchas sociales no hay cambios. Y a veces las luchas se mezclan con violencia, pero hay que lamentarlo, hay que ser conscientes de que en el momento en que se cede a la tentación de responder a la violencia con la violencia se destruyen los ideales por los que se lucha. Hace falta mucho más valor y mucha más conciencia para mantener la serena capacidad de resistencia a la fuerza bruta o a la injusticia intolerable en cualquier situación.

 

Las llamas de la violencia no purifican, simplemente queman, queman existencias y esperanzas, sueños de justicia y libertad, que van a confundirse en la hoguera con las manipulaciones y crueldades de los que, en último término, siempre ganan con la violencia. Los que tienen más recursos para practicarla. Por eso, la paz es revolucionaria. Y sus armas son la verdad y el ejemplo. Fue eso lo que cambió la historia. Porque la batalla fundamental se libra en nuestras mentes, activando el altruismo y la esperanza para superar al miedo y a la agresividad.

https://www.lavanguardia.com/opinion/20210227/6260749/violencia.html


[ Manuel Castells ]