ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 11 de diciembre

III de Adviento


Primera Lectura

Isaías 35,1-6.8.10

Que el desierto y el sequedal se alegren,
regocíjese la estepa y la florezca como flor; estalle en flor y se regocije
hasta lanzar gritos de júbilo.
La gloria del Líbano le ha sido dada,
el esplendor del Carmelo y del Sarón.
Se verá la gloria de Yahveh,
el esplendor de nuestro Dios. Fortaleced las manos débiles,
afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo:
¡Animo, no temáis!
Mirad que vuestro Dios
viene vengador;
es la recompensa de Dios,
él vendrá y os salvará. Entonces se despegarán los ojos de los ciegos,
y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como ciervo,
y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo.
Pues serán alumbradas en el desierto aguas,
y torrentes en la estepa, Habrá allí una senda y un camino,
vía sacra se la llamará;
no pasará el impuro por ella,
ni los necios por ella vagarán. Los redimidos de Yahveh volverán,
entrarán en Sión entre aclamaciones,
y habrá alegría eterna sobre sus cabezas.
¡Regocijo y alegría les acompañarán!
¡Adiós, penar y suspiros!

Salmo responsorial

Salmo 145 (146)

¡Alaba a Yahveh, alma mía!
A Yahveh, mientras viva, he de alabar,
mientras exista salmodiaré para mi Dios.

No pongáis vuestra confianza en príncipes,
en un hijo de hombre, que no puede salvar;

su soplo exhala, a su barro retorna,
y en ese día sus proyectos fenecen.

Feliz aquel que en el Dios de Jacob tiene su apoyo,
y su esperanza en Yahveh su Dios,

que hizo los cielos y la tierra,
el mar y cuanto en ellos hay;
que guarda por siempre lealtad,

hace justicia a los oprimidos,
da el pan a los hambrientos,
Yahveh suelta a los encadenados.

Yahveh abre los ojos a los ciegos,
Yahveh a los encorvados endereza,
Ama Yahveh a los justos,

Yahveh protege al forastero,
a la viuda y al huérfano sostiene.
mas el camino de los impíos tuerce;

Yahveh reina para siempre,
tu Dios, Sión, de edad en edad.

Segunda Lectura

Santiago 5,7-10

Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor. Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca. No os quejéis, hermanos, unos de otros para no ser juzgados; mirad que el Juez está ya a las puertas. Tomad, hermanos, como modelo de sufrimiento y de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 11,2-11

Juan, que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a sus discípulos a decirle: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» Jesús les respondió: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!» Cuando éstos se marchaban, se puso Jesús a hablar de Juan a la gente: «¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten con elegancia están en los palacios de los reyes. Entonces ¿a qué salisteis? ¿A ver un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti,
que preparará por delante tu camino.
«En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

Juan envía a sus discípulos donde Jesús para preguntarle: "¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?". Es la pregunta de este tiempo de Adviento; pero es también la pregunta cotidiana del hombre religioso y del que lleva en su corazón la suerte del mundo. También nosotros, en este domingo, nos preguntamos ¿cuándo y cómo se realizará la invitación a alegrarnos de la profecía de Isaías? Se lo preguntamos a la Palabra de Dios, como aquellos discípulos de Juan se lo preguntaron a Jesús. Y él les dijo: "Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva". Retomando las palabras del profeta Isaías, Jesús manda decir a Juan que aquella profecía se ha realizado, ya no es solo un sueño, es ya realidad, es su predicación y sus gestos de misericordia: en ellos ya está presente el reino. Y Jesús añade: "¡Dichoso aquel que no halle escándalo en mí!". En él se cumple el diseño de Dios, no en lo maravilloso o en el esoterismo mágico, sino en la cotidianeidad de los gestos de misericordia y de compasión que llevan alivio y consuelo. A las generaciones cristianas, también a la nuestra, les toca hacer visibles los signos que Jesús mismo estableció como inicio de un mundo renovado. Es la grave responsabilidad que recae sobre los hombros de todo discípulo. A quien nos pregunte también nosotros podremos decir: "Id y contad lo que oís y veis". Pues bien, los signos de este Adviento están también hoy. Hay quien ha empezado a anunciar el Evangelio a los pobres, hay quien realiza los milagros de la caridad, de la justicia, de la misericordia de Dios. Hay quien, olvidándose de sí mismo, se ha puesto al servicio de los más débiles y de los más pobres. Hay ciegos que ven amigos cariñosos a su lado, hay quienes saben consolar al que llora y saben ser tiernos y atentos con los enfermos y abandonados. Dichoso el que acoge estos signos y se deja tocar el corazón. Jesús nos enseña a caminar con él, a trabajar con él, a querer con él, a conmovernos con él por las multitudes cansadas y abatidas que encontramos también hoy en nuestras ciudades. Nos enseña a no desesperar en la espera y a no cerrar nuestro corazón en el angosto horizonte de hoy, en el orgullo o en la resignación. "¡Ven, Señor Jesús!", era la antigua oración de los cristianos. Y es también nuestra oración que nos libra de la fascinación triste del desierto de este mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.