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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

V del tiempo ordinario
Recuerdo del padre Andrea Santoro, sacerdote romano asesinado en 2006 en Trebisonda, Turquía.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 5 de febrero

V del tiempo ordinario
Recuerdo del padre Andrea Santoro, sacerdote romano asesinado en 2006 en Trebisonda, Turquía.


Primera Lectura

Isaías 58,7-10

¿No será partir al hambriento tu pan,
y a los pobres sin hogar recibir en casa?
¿Que cuando veas a un desnudo le cubras,
y de tu semejante no te apartes? Entonces brotará tu luz como la aurora,
y tu herida se curará rápidamente.
Te precederá tu justicia,
la gloria de Yahveh te seguirá. Entonces clamarás, y Yahveh te responderá,
pedirás socorro, y dirá: "Aquí estoy."
Si apartas de ti todo yugo,
no apuntas con el dedo y no hablas maldad, repartes al hambriento tu pan,
y al alma afligida dejas saciada,
resplandecerá en las tinieblas tu luz,
y lo oscuro de ti será como mediodía.

Salmo responsorial

Salmo 111 (112)

¡Dichoso el hombre que teme a Yahveh,
que en sus mandamientos mucho se complace!

Fuerte será en la tierra su estirpe,
bendita la raza de los hombres rectos.

Hacienda y riquezas en su casa,
su justicia por siempre permanece.

En las tinieblas brilla, como luz de los rectos,
tierno, clemente y justo.

Feliz el hombre que se apiada y presta,
y arregla rectamente sus asuntos.

No, no será conmovido jamás,
en memoria eterna permanece el justo;

no tiene que temer noticias malas,
firme es su corazón, en Yahveh confiado.

Seguro está su corazón, no teme:
al fin desafiará a sus adversarios.

Con largueza da a los pobres;
su justicia por siempre permanece,
su frente se levanta con honor.

Lo ve el impío y se enfurece,
rechinando sus dientes, se consume.
El afán de los impíos se pierde.

Segunda Lectura

Primera Corintios 2,1-5

Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 5,13-16

«Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. «Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

Jesús, inmediatamente después del Evangelio de las bienaventuranzas, se dirige a los discípulos y les dice que son la sal de la tierra y la luz del mundo. Estamos aún al comienzo de la predicación evangélica, y sin duda alguna los discípulos no pueden vanagloriarse de una conducta ejemplar de "hombres de las bienaventuranzas".
La función de ser sal de la tierra y luz del mundo no puede ser desatendida. Ante estas palabras de Jesús, cada uno sabe bien que es una pobre persona. Verdaderamente somos poca cosa respecto a la tarea que se nos ha asignado y a las bienaventuranzas que leímos la semana pasada. ¿Cómo es posible ser sal y luz? ¿No estamos todos por debajo de la suficiencia? El apóstol Pedro, en un momento de lucidez, cuando reconoció al Señor, dijo: "Aléjate de mí, que soy un pecador". Esta frase, que todos podemos e incluso deberíamos pronunciar, sale de nuestros labios demasiado pocas veces. En general tenemos una buena consideración de nosotros mismos, y si de vez en cuando insistimos sobre nuestros límites, lo hacemos por un sentido de renuncia más que por humildad, es decir, para no iluminar y para no salar aun pudiéndolo hacer. Por así decir, la presunta indignidad se convierte poco a poco en pasividad, luego pereza y finalmente renuncia. Pero el Evangelio insiste: nosotros, pobres hombres y mujeres, somos sal y luz. Ciertamente no lo somos por nosotros mismos; solo si tenemos un poco de la verdadera sal y de la verdadera luz que es Jesús de Nazaret. La luz no viene de las dotes personales de cada uno, de un buen carácter, ni siquiera de nuestras virtudes. El apóstol Pablo, en su carta a los cristianos de Corinto, recuerda que él no se presentó en medio de ellos con sublimidad de palabras: "Me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso". Sin embargo, a pesar de la debilidad, su timidez y su temor, defendió la honestidad de su ministerio: "No quise saber entre vosotros sino Jesucristo, y este crucificado". La debilidad del apóstol no oscurece la luz del anuncio, no disminuye la fuerza de la predicación y del testimonio; al contrario, constituye un pilar, y lo explica así: "Para que vuestra fe se fundase, no en la sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios".
Pablo añade: "El que se gloríe, gloríese en el Señor"; nuestro gloriarnos no es nunca en nosotros mismos sino en Dios. Su gracia, su amor, resplandecen en nuestra debilidad; no podemos apropiarnos de ellos, nos superan siempre y no nos abandonan nunca. Jesús añade: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos". Es la invitación a convertirnos en trabajadores del Evangelio. Y el profeta ya había explicado lo que significa esto: "¿No será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa? ¿Que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu semejante no te apartes?". Es la caridad, la luz del Señor, una caridad amplia que ensancha el corazón.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.