ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 16,23-28

Aquel día
no me preguntaréis nada.
En verdad, en verdad os digo:
lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre.
Pedid y recibiréis,
para que vuestro gozo sea colmado. Os he dicho todo esto en parábolas.
Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas,
sino que con toda claridad os hablaré acerca del
Padre. Aquel día pediréis en mi nombre
y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere,
porque me queréis a mí
y creéis que salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo.
Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En los días precedentes el evangelista Juan nos ha mostrado el círculo de amor que une al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y que envuelve también a los discípulos. El fruto de este amor es la alegría: los discípulos pueden alegrarse porque ya no están solos y abandonados al destino del pecado y la muerte. La comunión con él determina la nueva condición de los discípulos, es decir, su filiación con Dios. Pueden por tanto pedir cualquier cosa al Padre y Él se la concederá. Esa certeza es el motivo de la alegría "plena". Hasta ahora, sin embargo -les dice Jesús a los Doce- "nada le habéis pedido en mi nombre", es decir, no se han unido a él en la comunión de su Espíritu. Su fe era todavía inmadura, pensaban en Jesús a la manera humana, con las categorías del mundo. Para comprender a aquel Maestro y estar por tanto unidos a él es necesario acoger en su corazón a su mismo Espíritu. Los discípulos lo recibirán el día de Pentecostés, y el Espíritu Santo los acompañará durante todos sus días. También nosotros lo recibimos en los signos sacramentales y cada vez que se nos anuncia la Palabra. Como a los discípulos de entonces, también a nosotros se nos abren los ojos del corazón y comprendemos el gran misterio de amor que nos envuelve. Jesús se lo había dicho hacía poco: "Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 25-26). La comunión con Jesús no es el fruto de un conocimiento abstracto y exterior; es sobre todo comunión de amor y de abandono confiado en Él. El apóstol Pablo, embargado de este amor, decía: "Para mí la vida es Cristo" (Flp 1, 21). La comunión con Jesús hace comprender las palabras que siguen: "Aquel día pediréis en mi nombre y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios". Jesús dice a los discípulos, y a nosotors, que él ha venido a la tierra para ser una cosa sola con los discípulos, para llevarlos así al seno del Padre. Está a punto de pasar de este mundo al Padre, pero ya no regresa al cielo solo, como había bajado, sino con los discípulos de ayer, de hoy y de mañana, que ha ganado para sí a través de su sangre. Demos gracias al Señor por su amor que nos envuelve y nos salva.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.