ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 20 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ezequiel 43,1-7

Me condujo luego hacia el pórtico, el pórtico que miraba a oriente, y he aquí que la gloria del Dios de Israel llegaba de la parte de oriente, con un ruido como el ruido de muchas aguas, y la tierra resplandecía de su gloria. Esta visión era como la que yo había visto cuando vine para la destrucción de la ciudad, y también como lo que había visto junto al río Kebar. Entonces caí rostro en tierra. La gloria de Yahveh entró en la Casa por el pórtico que mira a oriente. El espíritu me levantó y me introdujo en el atrio interior, y he aquí que la gloria de Yahveh llenaba la Casa. Y oí que alguien me hablaba desde la Casa, mientras el hombre permanecía en pie junto a mí. Me dijo: Hijo de hombre, este es el lugar de mi trono, el lugar donde se posa la planta de mis pies. Aquí habitaré en medio de los hijos de Israel para siempre; y la casa de Israel, así como sus reyes, no contaminarán más mi santo nombre con sus prostituciones y con los cadáveres de sus reyes,

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El libro de Ezequiel había empezado con la gran visión de la Gloria de Dios: Dios se manifestaba a los hombres en todo su esplendor. Pensemos en la visión que tuvieron los discípulos en el monte Tabor cuando Jesús se transfiguró ante ellos mostrándose en todo su esplendor. Jesús es la manifestación plena de la Gloria de Dios, lo que nosotros podemos contemplar de él y de su amor por nosotros. Lo dice muy bien el Evangelio de Juan en su inicio: "Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros; y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). Pero esta presencia extraordinaria de Dios en el mundo queda apagada por el pecado. Por eso al final del capítulo 11 el profeta Ezequiel anuncia que la gloria de Dios abandona la ciudad de Jerusalén y el Templo, el lugar donde se podía contemplar la gloria de Dios y gozar de su presencia. Ahora, después de que el Templo haya sido reconstruido y purificado (capítulos 40-42), el Señor vuelve a entrar en el Templo, su gloria lo envuelve, Él vuelve a estar en medio de su pueblo, que puede gozar de su presencia. Como Ezequiel, tampoco nosotros podemos más que caer al suelo ante la presencia extraordinaria y resplandeciente del Señor. Ninguno de nosotros puede reivindicar justicia y bondad ante la gracia de un Dios que se digna a venir a vivir entre nosotros a pesar del pecado y la insignificancia de nuestra vida. Aquí solo hombres y mujeres humildes pueden gozar de esta presencia. Los soberbios y los que confían en ellos mismos y en sus riquezas o en su poder nunca se doblegarán ante esta presencia. Se quedarán de pie, pero sobre el vacío. Los creyentes contemplan la gloria de Dios que se manifiesta en su Palabra, en la belleza de la Liturgia, en el don de la Eucaristía. Pero hay otra manifestación de la gloria de Dios: la que vemos en las llagas del crucificado que encontramos en el dolor de los pobres del mundo. Pidamos al Señor que no aleje de nosotros y del mundo su presencia tan hermosa, de la nos privamos cuando nos cerramos en nosotros mismos y en nuestro orgullo. Él siempre se nos manifiesta y nosotros abrimos los ojos y el corazón para acogerlo y disfrutar de su gloria.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.