ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 7,58; 8,1-3

le echaron fuera de la ciudad y empezaron a apedrearle. Los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo. Saulo aprobaba su muerte.
Aquel día se desató una gran persecución contra la Iglesia
de Jerusalén. Todos, a excepción de los apóstoles,
se dispersaron por las regiones de Judea y
Samaria. Unos hombres piadosos sepultaron a Esteban e hicieron gran duelo por él. Entretanto Saulo hacía estragos en la Iglesia; entraba por las casas, se llevaba por la fuerza hombres y mujeres, y los metía en la cárcel.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con la lapidación de Esteban empieza la historia de los mártires cristianos. La liturgia de la Iglesia lo celebra el 26 de diciembre como "protomártir", el primero nacido en el cielo. El mártir no es un "héroe" sino un discípulo que sigue a Jesús hasta el final, es decir, dando su vida por el bien de los demás. Monseñor Romero, en el funeral de un sacerdote asesinado, pocos meses antes de ser él mismo asesinado, decía que todos los cristianos están llamados a dar su vida por los demás, es decir, a ser "mártires", testimonios del amor sin límites de Jesús. Algunos reciben la gracia de dar su vida hasta derramar la sangre, hasta la muerte. Esteban fue el primero. Él, ya como diácono, había gastado su vida para ayudar a los pobres y para predicar el evangelio del amor. Ahora se le pedía que la diera hasta el final, hasta la muerte. E imitó a Jesús también en este itinerario martirial. Mientras lo lapidaban y veía cómo llegaba al final de sus días, se dirigió a su Maestro, como Jesús se había dirigido al padre, y dijo: "Señor, recibe mi espíritu", y mientras cae de rodillas, entre otros motivos, por las piedras que le lanzan, perdona a los que lo están lapidando: "Señor, no les tengas en cuentas este pecado". Para él, al igual que para Jesús, no hay enemigos; él reza por sus perseguidores, para que cambien y conviertan su corazón. Para el mundo es fácil y es normal odiar a los enemigos o a los presuntos enemigos. Pero el mundo necesita vaciarse de violencia y debe llenarse de perdón y de amor. Ese es el don de Esteban a la Iglesia naciente y al mundo. Su muerte ha fecundado la tierra con un amor humilde y sin límites. Tal vez por eso el autor de los Hechos indica que, al finalizar el cruel lanzamiento de piedras, Esteban "se durmió". No es sólo una manera de suavizar esta muerte violenta y dramática, sino también es un modo de entender su verdadero sentido. Esteban es el primero de una larguísima serie de mártires que han marcado la larga historia de los discípulos de Jesús y que en el siglo XX alcanzó numéricamente su punto más alto. El príncipe del mal se opone siempre al discípulo de Jesús que no cede a la primacía del amor por uno mismo. E intentará siempre alejarlo de la historia de los hombres. Eso mismo le pasó a Jesús: no pudo nacer en Belén y tuvo que irse a fuera; fue a Nazaret y fue llevado a un precipicio para ser asesinado; y finalmente en Jerusalén fue llevado fuera de las murallas y fue crucificado. Benedicto XVI, en la liturgia de inicio de su pontificado, decía que el crucifijo es el que salva al mundo, no los crucificadores. Y nosotros podemos añadir que los numerosos mártires de todos los tiempos han salvado y continúan salvando al mundo de la destrucción. Pablo, que había asistido al martirio y lo había aprobado hasta el punto que había continuado la persecución contra los cristianos, es tal vez el primero a cuyo corazón llega la oración de Esteban.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.